A la hora de los entierros
la abuela siempre repetía lo mismo:
“Respeten a los muertos.”
Cuando entraban, por fin, al cementerio Amador,
en grupos, abrazados y heridos,
vestidos de negro y blanco,
volvía el ruido de la vida en el mediodía caliente,
sin que supiéramos
quién se había marchado
ni quiénes le lloraban.