Domingo López Chang
cometió la osadía de creer en mí.
Le contaba sin parar
y él sonreía.
Le fantaseaba historias
y las adornaba
con un ritmo de tambores sobre la mesa
y silbidos de aves con su boca.
Nos divertíamos descarrilando un tren,
disparando morteros de guerra
sobre la ciudad de noche
o siendo los primeros en arribar a las estrellas.
Un niño vivaz
y un viejo sabio,
en un lunar minúsculo del planeta.
Nunca pude decirle
que me enseñó como nadie
a esculpir sueños
en la madeja de los años
y que logré, por fin,
cauterizar la tristeza y moler su dolor.





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