Primero vio el árbol y luego escuchó el pájaro.
Era un pino alto y viejo y robusto,
amarillo y verde a un tiempo y tupido en sus ramas.
Él se acercó.
El canto del pájaro era brusco y hermoso
de la misma forma que un río lo es en el invierno.
El día había pasado de la frescura a la tibieza
pues se acercaba el mediodía.
Él buscó entre las ramas el plumaje y el pico,
miró aquí y allá, más cerca del tronco y más lejos,
se movió buscando a la derecha y a la izquierda
y a la izquierda otra vez y a la derecha,
el ave seguía cantando y el árbol creciendo.
Súbitamente, al mover la cabeza, en un hueco
que formaba el follaje, entre una rama delgada y otra rama,
se halló al sol por entero,
un terrible astro duro cincelado sin tregua por las primeras manos
en un extraño oro incomparable.
Él quedó ciego.
El día se hizo blanco.
¿Me pregunto quién era de los dos el maligno:
si el pájaro o el árbol?