La casa donde crecí en Sonsonate.
Y al volver la vista
el regalo se vislumbra, se toca
en su verticalidad palpitante, intraducible.
¡Ah, la luz entre los pliegues de la sombra!
Torneces dentro de la rigidez
de estas líneas deterioradas
abruptas y filosas
cortando el antiguo placer
de los espacios abiertos
de las ventanas cuadrangulares
perdidas en su propia existencia.
Cara pegada al cristal de aquella ventana
en la casa desde la cual
tu mano lenta se mueve
en un “adiós” …
o tal vez… en una “bienvenida”.
Y es que inicio el regreso con más
frecuencia de lo que yo misma quiera admitir
con el polvo de mis caminos
con mis cercos y guarumos
mis ceibas y amates
y el corazón brinca los cercos de los potreros
y corre loco por los pastizales… como un potro
cerrajero y juguetón.
Y es el rumor de este río
que se me antoja La Vida misma
trepidante, agua saltarina bañando mi nostalgia.
Y es que mis ojos se detuvieron
desmesuradamente abiertos
cuando ella – La Vida – se asomó a las pupilas
del niño que siempre somos.
Porque es La Vida la que se hizo “grande”.
Es La Vida que crece y se nos antoja
gigantesca para nuestra estatura
porque usted y yo, abuelo, seguimos siendo niños
jugando con el alba y apedreando los recuerdos.
-algunas veces también apedreabamos los mangos-
¿Recuerda?
Y corremos como antes
detrás de las mariposas y luciérnagas
y creemos atrapar la dicha
al sentir su trémulo aletear entre
las manecitas semicerradas.
Pero después separamos los deditos lentamente
y nos damos cuenta que La Vida creció
y no nos mira mas como los niños que somos
-porque a alguien se le ocurrió
darnos el mote de “adultos”-