La espada del alma
respirando por los pulmones
cruza el sendero del parque,
arde hasta el cielo
lanzándose desde
esos escasos escombros debajo suyo
los ingredientes de las nubes,
las colillas pisoteadas de los cigarrillos,
una que otra esquela en algún tronco,
la espera en el banco de los minutos
y los años que no alcanzamos a esperar
en la canasta de mimbre de los años,
el arpa apoyada en mi hombro,
en mis dedos
como un ave en el alambre,
rastro volador que sin siquiera volar
no le debe nada a nadie,
nidos en los bordes de los ojos,
nidos en las comisuras de los labios,
nidos entre las piernas,
al paso una serie de gotas
y otras señales del tiempo,
todo rociado por el incienso de la cruz
nunca elevada suficientemente,
nunca suficientemente dorada o adorada?
para que nos salve de los suicidas
¿qué pasa?
dijo alguien por ahí,
las ramas mecerán
miradas de ansiedad
desde los hospitales,
desde las estaciones veterinarias,
no es ella que camina
entre las arboledas de flores
debajo del riel blanco en el cielo del avión,
sino que es la salvación también mía
salpicada de cariño de mujer
por casualidad recubierta
de uno de mis mil deseos
desde que en el corazón de ese parque
jugaron con la mirada alrededor de la calesita;
el sendero sube poco a poco y se acorta
como si sólo hubiera estado esperando eso:
bifurcarse hacia el norte
y los océanos olvidados de todos, indistintamente
ante esto de ahora
al encuentro de un transeúnte
que pasea a su perro
y cada vez menos a si mismo,
ella desciende desde lo alto
cual un icono de hierba y de césped,
de flores plantadas y marchitas,
dueña de sus secretos,
de los bolsillos y de las llaves,
un seno junto al otro,
la mirada de ambos lados de la luna,
un encuentro sin espera
que no espera de un siglo al otro
sin demora,
las patitas blandas por el puñal afilado
del que los dos nos desangramos invisiblemente
con todas nuestras gotas
hasta la última.