Si me sumerjo en las aguas oceánicas que rodean la isla
en cuyo polvo floto como un cadáver,
si este domingo lo comparto con alegres muchachas de barrio
y en su simplicidad resbala mi habitual melancolía,
si busco el aire nuevo de los alrededores de la ciudad
y lo empapo de tibios alcoholes y guitarras,
no procuro otra cosa que la alegría,
cuando ésta se ha perdido entre los días de la soledad.
Yo soy toda la alegría posible si me distribuyo
en el pueblo, en sus abigarradas casa,
en su perenne luto por el arroz y el pan
y por el viento que sople sus derruidas almas
hacia un fecundo abrazo con mi palabra limpia y terrenal.
Cada uno de mis pasos por la ciudad es una campanada silencios,
una sonrisa volcada en la esperanza,
Veo a la gente ir y venir en su trabajo
o en su holgazanería conquistada a la muerte,
sin que me sea permitido llamarles por su nombre,
sin que mi corazón se pueda desgranar en las ardientes calles.
¿Dónde podrá esconderse la alegría que no la alcancen mis palabras
cuando en mí esté presente la diminuta respiración de cada hombre
y mi canto sea la voz de su corazón esperanzado?