¿De qué sirve, quisiera yo saber, leerte,
romperle la cara al horario
a golpe de antología
olvidar regar las plantas, mis asuntos
y en estos años, precisamente en estos años
¡tan, tan críticos! renunciar
a la plácida meseta
de la biología y el puesto fijo…?
¿De qué sirve…
si luego llegas tú, resumido por otros
con tus ojos azules prensados
de sesenta y ocho
con tu habilidad para la alquimia
y las promiscuidades, con tu destino – encima trágico-
de poeta y cuerpo hermoso?
De qué sirve si al final del sostenido
escribes: Las rosas de papel no son verdad.
Y quemas.
Te acompañan las mesas de los bares
la medida perversión de los cenáculos
donde rodabas, me parece,
en tormenta de papel y anatomías
donde sigues rodando, hoy,
de boca en boca
bífida o tierna, según el caso
o el día que tengamos
mis amigos y yo atajo de imprecisos
que también escogieron el instante
más concreto y más idiota
que es escribir.
Y que luego digas tú
que no son verdad, que queman…
Podría recordarte que ya no tiene gracia,
no es posible, inventarme más autobiografías
que empieza a ser manifiesta
mi presencia de domingo en las reuniones familiares.
Podrías explicarme – quizá tú sepas,
al fin, supiste – si merece la pena la ebriedad
o si es mejor dejarse… y embalsamar las alas
como lindos portentos ignorados
y entonces volar muy firme,
muy alto y muy firme.
Si no fueses tan fábula,
tan vaga y divisible o si tuvieras la decencia,
al menos, de instalarte en una orilla
y dejar de ensayar la vida
en horarios inconstantes…
Si pudieras de una vez sentir, no pensar,
que reinas y guerrilleros de salón
no merecen un cuerpo, una injusticia
que se escapan.
Es cierto,
las rosas de papel no son verdad
pero se pasa la tarde y se entra en los amigos.
Entretenerse y morir, únicos argumentos del juego.
Sé
que a duras penas te llevaré a la cama
soportando tu peso, tus hipos
entre culpa y almidón
y probablemente te cante, otra vez,
con cariño templado, a saber,
la nana del desde mañana
desde mañana mismo, lo juro, empiezo
y veré cómo te escondes
incluso no pueda evitar señalarte un rincón,
el más cálido y propicio,
donde esconderte
del juicio de un día que ya marcha
más virgen aún de como vino.
¡Ay!, ¡Qué áspera manía la de escarbar en vuestros ojos
y la aún más triste de sobreponerse a uno mismo!