¿Son de esta luz los dioses?
¿Son ella nada más, o ella templando,
mordiendo reticencias,
destruyendo lo frío de la estrella,
lo negro de las olas,
lo azul del rojo,
la ignorancia de la ternura,
el río que inunda y anega
a su propia corriente?
¿O son la misma luz,
silenciosa y oscura,
que camina incesantemente,
música que silencia a su propia armonía,
como la ola muere en su mar,
como en su propia luz se apaga y nace
esta otra luz que son tal vez los dioses,
que su esplendor suscinta y prohíbe?
¿Son, entonces, los mismos,
los que vieron los ojos egregios
una vez – y otra vez
yo no veo – y me ven
no verlos? Y la luz
¿no hace un dios más, ahora,
de este no ver que empieza a cada instante
-ella lejos, aquí en ninguna parte,
en todas – a mirarlo como mira
salir del agua, destilando luz,
un dios a otro, donde nunca está?