Duerme el aduar al pie de las cisternas
Del desierto. La brisa taciturna
Hinche la lona de las blancas lonas
En la callada soledad nocturna.
Silencio en derredor.
Duerme el desierto
Y cuanto habita en él: hombres y fieras;
Y entre el paisaje desolado y muerto
Sólo se oye el vaivén de las palmeras.
Más, de repente entre la sombra densa
Se oye un rumor lejano,
Que va cruzando entre la noche inmensa
Como el quejido de un dolor humano.
-Padre, dice el pequeño –
¿oyes ese rumor…?
– Lo oigo hijo mío…
-¿Es que tal vez, aunque despierto, sueño,
O es que ha brotado en el desierto un río?
-Es el desierto que se queja. Llora.
El tiene su dolor desconocido,
Y piensa con tristeza en esta hora
En lo que pudo ser y nunca ha sido!
El pudo ser un mar: tener sus olas
Coronadas de vívidas espumas,
Ser un campo cubierto de amapolas,
O una selva con túnica de brumas…
Pudo ser y no fue. (Oye, alma mía,
La parábola triste del desierto:
De todas la mayor melancolía,
Es verse vivo mas sentirse muerto!).