– Niña, ¿por qué, desvelada,
suspiras con tal empeño?
– El porqué, madre, no es nada;
sólo me siento hostigada
por las quimeras de un sueño.
– El rostro, niña, sepulta
en la holanda, que el espanto,
viendo las sombras, se abulta.
– Así derramaré, oculta
entre sus pliegues, mi llanto.
– Pronto, la noche ahuyentando,
llamará el alba a la puerta.
– Pues vendrá en vano llamando;
que si ahora duermo soñando,
después soñaré despierta.
– ¡Ay que si el mundo ve ya
de una niña el mal profundo,
que es amor en decir da!
– Pues sus razones el mundo
para decirlo tendrá.
-¿Y en qué livianas razones
estriba el mal que te aqueja?
– En unas tristes Canciones
que, de una lira a los sones,
alzaba un hombre a mi reja.
Entré afligida en el lecho,
quedé traspuesta, y entonces
sonó un ruido a poco trecho,
que ¡cuál llagaría el pecho,
cuando ablandaba los bronces!
Desperté a oírle, y la lira
no alegró la soledad;
y ahora mi pecho suspira,
no sé si porque es mentira,
o porque no fue verdad.
– Mas ¿quién alzó las querellas?
– Soñé que era un peregrino.
¡Ay de las tristes doncellas,
si al proseguir su camino
puso los ojos en ellas!
– ¿Un peregrino, alma mía,
cantaba en llanto deshecho?
– Y soñé que era el que un día
buscó albergue en nuestro techo
por la tormenta que hacía.
Nieves y cierzo arrostrando,
húmedos ya sus despojos,
vino a la puerta llamando:
y yo se la abrí, mostrando
la compasión en los ojos.
– ¿De cuándo acá se te alcanza
recordar tal desacuerdo?
– Dejadme en mi bienandanza:
¡bella será una esperanza,
pero es muy dulce un recuerdo!
Aún me ocupa la memoria,
cuando la lumbre cercando,
entre ilusiones de gloria,
una historia y otra historia
me fue, amorosas, contando.
Siempre en ellas se moría
uno que a su ingrato bien
como a sus ojos quería;
mas no me contó que había
hombres ingratos también.
Diome, con Chistes discretos,
conchas, cruces y regalos,
y mágicos amuletos,
que por instintos secretos
daban pavor a los malos.
Y los gustos de la vida
me ponderaba halagüeño,
en plática tan sentida,
que, cual si fuese beleño,
me iba dejando adormida.
Y mi amante pesadumbre
prosiguió astuto aumentando,
hasta que el postrer vislumbre
débil lanzando la lumbre,
se fue la sombra espesando…
– ¿Por qué entonces de su fuego
rémora no fue tu calma?
– Creí sus perfidias luego,
porque acompañó su ruego
con un suspiro del alma.
– ¿Y fuiste, al rayar el día,
su ruta, niña, a inquirir?
– En vano fui, madre mía;
ya el sol derretido había
la nieve que holló al partir.
Corriendo desalentada
fui de lugar en lugar…
– ¿Y qué hallaste, desgraciada?
– Al cabo de la jornada
hallé el placer de llorar.
– ¿Cuál genio, en tan triste día,
a escuchar su frenesí,
más ciega que él te impelía?
– La “compasión”, madre mía…
– Y… ¿quién la tendrá de ti?