Fuego y ceniza

Y llegué a mi aposento. De la orgía,
vibraba aún, en mi cerebro ardiente,
la estruendosa y horrenda algarabía.
Y con el alma sorda y con la frente
en sudor copiosísimo empapada,
me desplomé en el lecho de repente.
Hundí, absorto, en mí mismo la mirada;
vi, en mi interior, al crimen en acecho…
y ansié la muerte; apetecí la nada.
y clavando las uñas en mi lecho,
sentí que resbalaban de mis ojos,
lágrimas de dolor sobre mi pecho.
Saciados y extinguidos mis antojos,
no veía, en la negra lontananza,
más que una senda pródiga en abrojos.
En donde ni un presagio de bonanza
se entreveía, ni una lisonjera
señal de luz, ni un iris de esperanza.
Deshojábame en plena primavera,
en demanda de un lampo de ventura,
de una sola ilusión… ¡de una siquiera!
¡Oh, que triste es gozar… y entre la obscura
caverna del fastidio rodar luego,
víctima del horror y la amargura!
Y ver que todo es vano: el grito, el ruego,
la blasfemia brutal y dolorida,
y hasta las mismas lágrimas de fuego.
El vértigo sentir de la caída,
y tener, en un rapto de demencia,
que odiar a Dios… y aborrecer la vida.
Mirar las propias flores sin esencia,
y, al pensar devolverlas sus olores,
todo el hielo sentir de la impotencia.
y al cabo, de la orgía en los horrores,
buscar un lenitivo a los pesares,
y ver… que allí más crecen los dolores.
Que de la pena los revueltos mares,
rugen más y se encrespan con más brío,
entre risas y gritos y cantares.
Y al fin la displicencia del hastío
entra en el corazón y en hora aciaga
el yerto corazón… muere de frío.
Viene el remordimiento – oculta llaga –
que corroe y corroe y corroyendo,
parece que el espíritu se traga.
Y en el trágico vórtice cayendo
de la desolación, el alma muda,
¡ay! sin querer morir, se va muriendo.
¿Qué fuerza poderosa hay que sacuda,
entonces, esta angustia horripilante,
que arraiga en nuestro ser pérfida y ruda?
¡Ninguna! El infortunio sale avante,
mientras la lividez y el desconsuelo,
muéstranse en nuestro lúgubre semblante.
Cubre nuestra pupila acuoso velo,
y, al levantar los ojos empañados,
nada se ve del prometido cielo.
Así pensaba (¡oh, tiempos ya pasados!)
A mi oído llegaban, desde lejos,
los últimos rumores acallados…
Entonces, olvidando los consejos
maternales, saqué una fina daga
que en el aire trazó vivos reflejos.
Como el postrer celaje que se apaga
en el ocaso, envuelta en una onda
de dulce claridad trémula y vaga,
penetró en mi aposento, blanca y blonda,
una mujer de celestiales ojos
y de mirada compasiva y honda.
Acercóse; y, postrándose de hinojos,
la más pura de todas las sonrisas,
abrió el capullo de sus labios rojos.
Nunca el ala vibrante de las brisas,
tuvo el perfume que su blando aliento
derramó entre las sombras indecisas
que empezaban a entrar en mi aposento:
¡Ay! me parece a@ºn que su respiro
y que su soplo embalsamado siento.
Me parece que atónito la miro,
y que su seno, mórbido y convulso, .
brota el hálito amante de un suspiro.
No sé que noble y vigoroso impulso
me empujó hacia la hermosa; un fuego extraño,
devorador, aceleró mi pulso…
Tendí mis brazos… ¡Ay! ¿el desengaño,
en ese instante, como siempre iba
a dejarme en el alma un nuevo daño?
Contuve mi amorosa tentativa,
y mi ardor reprimí… pero ya estaba
ella, en mis brazos trémulos, cautiva
-¡No, déjame dormir! – la dije – acaba
¡oh, visión tentadora! ¡Huye, quimera!
¡Aléjate de mí! – Mientras hablaba,
como el manto de un sol de primavera,
sobre mi frente pálida, caían
los bucles de su blonda cabellera.
Se cerraban sus ojos y se abrían
taciturnos, en tanto que sus manos
en mi boca las frases detenían.
-¡Oye! – exclamó – tormentos soberanos
hoy subyugan tu ser… pero no importa,
los sueños de tu amor… no están lejanos.
Yo te daré la calma que conforta;
yo te daré la luz… La vida es buena
para aquél que la sufre y la soporta.
Yo que siempre la tuya he visto llena
de martirios, angustias y congojas,
con la playa de infecunda arena,
más dichas te daré, que verdes hojas
los árboles frondosos a los nidos,
y la tarde, al ocaso, nubes rojas.
Tuyos son mis encantos, mis sentidos,
y mi espíritu, terso como el lago
donde se ven los cielos escondidos.
y tú, tan sólo me darás en pago
de mi infinito amor, tu amor eterno.
(¡Amor! ¡única fuente en que me embriago!)
Yo rasgaré las brumas del invierno
que hay en tu corazón… y en paraíso
transformaré tu prematuro infierno.
Escúchame; no temas; es preciso
que aparte las espinas de tu senda
y te aliente en la lucha. ¡Dios lo quiso!
Yo romperé la tenebrosa venda
que tus párpados cubre; a donde vayas
iré contigo a levantar mi tienda.
Visitaremos cumbres, mares, playas,
y un refugio hallarás sobre mi seno,
si es que en el arduo batallar desmayas.
Suelta, suelta la copa de veneno
que te brinda en sus vértigos la orgía,
y ven conmigo a espacio tan sereno.
Calló un instante, y, pura como el día,
inundó el resplandor de su mirada,
el yermo campo de la frente mía.
y luego continuó: – Yo sé que cada
palabra dulce que mi labio brota,
tú no la escuchas… ¡oh, desventurada!
y al decir esto, no gota tras gota,
sino a raudales se escapó su llanto,
como la sangre de la arteria rota.
Mi mano ardía entre la suya, en tanto…
que sus miradas, de ternuras llenas,
reflejaban su amor y su quebranto.
-¡No, déjame dormir! – la dije apenas;
y retiré su mano, más pulida
y blanca que las blancas azucenas.
Ella, ante mi reproche, confundida,
inclinó fatalmente la cabeza
sobre su pecho, como garza herida.
¡y en sus ojos – abismos de tristeza –
lágrima esquiva se quedó, como una
gota de luz de celestial pureza.
– Perdóname – exclamó -¡Cuán importuna
he sido, infame suerte! Pero sabe
que yo te adoraré como ninguna.
Era su voz, dulcísima y suave,
como la triste queja vibradora
que alza en su nido destrozado, el ave.
y aquella última gota tembladora,
resbaló por su faz, como el rocío
por el cendal purpúreo de la aurora.
De pronto, con más ímpetu y más brío
se abalanzó sobre mi cuerpo, hermosa,
como el astro que fulge en el vacío.
y estrechando con fuerza poderosa
mis manos indolentes en las suyas
hechas como de pétalos de rosa,
exclamó tiernamente: – Si son tuyas,
mi alma y mi carne y mi belleza rara,
no es justo… no, ¡que de mis brazos huyas!
Si me siguieras tú, ¡cómo te amara!
Y, al hablarme, así, loca de entusiasmo,
era una flor de lágrimas su cara.
– Deja, deja ese sórdido marasmo;
– continuó – ya verás cómo haré trizas
de tu suerte el fatídico sarcasmo.
Dime, ¿por qué tus dedos no deslizas
por mis bucles copiosos… y me besas?
¿Por qué la hoguera de mi amor no atizas?
¿No te bastan mis múltiples promesas,
ni este ósculo quemante que te imprimo,
capaz de hacer tu corazón pavesas?
¡Ah, no me escuchas… y a tu lado gimo
Sin esperanza y Sin pensar acaso,
que con mis rudos besos te lastimo!
Y este fuego espantoso en que me abraso,
te hace mal… ¡mucho mal! – Irguióse altiva,
y dio, hacia atrás y hacia la puerta, un paso.
Después, como esperando una expresiva
frase amorosa de mi labio mudo,
anhelante, quedóse pensativa.
Yo, que sentía en la garganta un nudo,
callé, mientras mis ojos, mal cerrados,
devoraban la carne del desnudo
cuello de aquella virgen de dorados rizos,
y boca de granada abierta,
y ojos como luceros incendiados.
Mas, ella, entonces, cabizbaja, incierta,
se alejó más de mí… luego afanosa,
la mano puso en la entornada puerta.
y doliente, a la par que desdeñosa,
-¡Adiós!- me dijo, con acento triste,
pálida como el mármol de una fosa.
-¡Adiós…! ¡Todo fue inútil! ¡No quisiste
ni mi amor ni mi vida… yo te hubiera
sacado del fangal en que caíste…!
Pero me has desechado… aunque quisiera
salvarte en este instante del abismo
en donde yaces… imposible fuera.
¡Adiós! ¡Adiós! Perdono tu egoísmo
– dijo, y salió. La noche derramaba,
por doquiera, su sombra y su mutismo.
De pronto, cual si hubiese un mar de lava
desbordado en mi mente, como un loco
me incorporé… mas ella, se alejaba…
se alejaba a manera de áureo foco
de luz, de clara luz… y se perdía
en la fosca tiniebla, poco a poco.
Corrí; llegué a su lado… Quién creería
que, al tocarla, creció mi desventura
y se hizo más intensa mi agonía.
Porque mi mano, lujuriosa y dura,
tan solo consiguió con su torpeza,
desgarrar su flotante vestidura.
¡Porque ella huyó, con toda su belleza,
dejándome un jirón inmaculado
de su divina veste. Con tristeza
alcé los ojos: mudo y desolado
estaba el firmamento; ni una estrella.
en el vasto negror anubarrado
Solamente la rápida centella,
de cuando en cuando, al traspasar la bruma,
dejaba azul y fugitiva huella.
Yo, compungido, al ver que, como espuma,
disipándose había aquella maga,
cuyo recuerdo sin cesar me abruma,
saqué otra vez la deslumbrante daga…
mas temblé de pavor… Lanzó un gemido
mi pecho – copa en que el dolor se embriaga.
y angustiado grité: – Tú que escondido
un tesoro de amor para mí guardas!
¡Tú, que me ofreces en tu seno un nido,
¡Ven! No vaciles. ¡Vuelve! ¿Por qué tardas?
¿No me ofreciste, en tu delirio, todo?
Mi voz subía hasta las nubes pardas.
– Perdóname – agregué-. Di, de qué modo
podré hacerte tornar… ¡Sálvame, ingrata,
ya que no de la vida, de su lodo!
Dime: ¿por qué tu sombra se recata
en la noche sin fin de mi camino?
¡ven… y mi pena inconsolable mata!
¡Sálvame! ¡Por piedad…! Un peregrino
del desierto, te busca y te desea,
como la playa el náufrago marino.
¡Ven! Que en tus ojos insondables vea
otra vez tu mirada soñadora
resplandecer como la luz febea.
Pensé fueras visión; – maldita hora
de embriaguez y de hastío…- Tu presencia
parecióme un fantasma… pero ahora
que siento que se aclara mi conciencia,
que te he visto partir… y que he aspirado
de tu cuerpo y tu espíritu la esencia,
no es justo, no, que lejos de tu lado,
me dejes, para siempre, en este mundo,
sin amor, sin virtud… ¡y abandonado!
Ni un acento en la noche: el vagabundo
viento aquietaba su invisible rueca.
El silencio era trágico y profundo.
De repente, una voz, cascada y hueca,
oigo salir de mi aposento; giro
la vista ansiosa… y, como rama seca
de roble añoso, estupefacto miro
en el rincón revuelto de mi cama
una forma espectral; ¿sueño? ¿delirio?
Aquella sombra, con amor me llama;
también me ruega: -¡Ven, ven, eres mío!
¡Ven, acércate más… no temas! – clama.
¿Es un vampiro? ¿una mujer? Un frío
polar, mi mustio corazón allana.
Sin embargo, me acerco; desconfío
de mis ojos aún. Es una anciana
de ojos sin luz, de frente comprimida,
de boca escueta y cabellera cana.
La piel toca sus huesos; desvalida,
clava en mi rostro sus marchitos ojos
donde un resto no mas queda de vida.
Es un montón de míseros despojos:
rezago de un incendio, gajo seco
cubierto de cenizas y de abrojos.
Habla, y su aguda voz parece un eco
que en el cálido ambiente se congela,
porque, al salir, por el obscuro hueco
de su boca glacial, mi sangre hiela.
Cierro los ojos… ábrolos… No hay duda:
riendo está la misteriosa abuela.
-¿Ya no la implores más – ronca y ceñuda
dice, al verme acercar – no ves que ahora,
ante tus ruegos, permanece muda?
Esa rara mujer, deslumbradora,
era “La Juventud…,. ¡con qué impaciencia
te suplicó rendida! Haces bien: ¡llora…!
Mas, no la llames ya; de tu presencia
huyó… y no volverá con sus ternuras
a embalsamar tu lóbrega existencia.
¡No, ya no volverá! Las ligaduras
de sus brazos rompiste. En vano, en vano,
buscas ansioso sus miradas puras.
¡Ven…! Acércate más, ¡dame tu mano!
¡Ven…! ¡Yo soy “La Vejez!”. Para ti tengo
un resto de calor; mi beso es sano.
A consolar tus desventuras vengo
y me alargó, con ademán sombrío,
su débil brazo, desteñido y luengo.
y agregó impacientándose: – Me río
de tu desdén… si mi fealdad te aterra,
es tarde y todo estéril… Ya eres mío!
Aunque el cansancio en mi interior se encierra,
yo tendré para ti mimos extraños;
sólo te quedo yo sobre la tierra.
Yo sabré suavizar tus desengaños,
contándote la historia de la vida,
el proceso terrible de los años.
Incorporóse un poco, y, en seguida,
echó a mi cuello sus desnudos brazos;
y me besó su boca desabrida.
Entonces comprendí que aquellos lazos
quebrantar no podía. Era el destrozo
dé mi ensueño… tan pronto hecho pedazos.
Hinchó mi pecho un fúnebre sollozo,
y caí desplomado ante la anciana
que se ciñó a mi ser… llena de gozo.
¡y ya su esclavo soy! Solo me afana
dormir el largo sueño de los muertos,
entrar en la gran noche del nirvana.
Porque hoy al ver, obscuros y desiertos,
sin una luz los horizontes míos,
ella me oprime entre sus brazos yertos,
y me humedece… con sus besos fríos.


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Poema Fuego y ceniza - Julio Flórez