El genio

Fulgente rayo
de la luz divina,
que de Dios en la mente soberana
los cielos ilumina,
hijo de la creación, nací potente
en su vasto palacio,
del mundo en la mañana,
crecí ensanchando el infinito espacio,
y levanté la inmarcesible frente,
augusta ya, sobre la estirpe humana.
Volé por el Edén; y conduciendo
las cintas de mi carro la fortuna,
lanceme audaz, rompiendo
las tinieblas del caos insondable,
y el Éter impalpable
en que flotando se meció mi cuna.
Inmensos mares de movibles gasas
en torno de mi solio refulgente
informes se agruparon;
polvo de estrellas anubló mi frente,
y los rayos del sol me deslumbraron.
Mas las alas batí, las negras masas
radiante separé; y adonde quiera
que mi afanosa vista descubría
otra luciente esfera,
allí volaba yo: crucé la altura;
brillando el cielo frente a mí veía,
el abismo a mis pies negro y profundo,
y allá, a lo lejos, oscilando, el mundo.
Yo vi al Eterno, con la esencia pura
de la edad que pasaba
pirámides de siglos amasando;
y en la cúspide yo, siempre yo estaba
sobre el tiempo de ayer mi trono alzando.
Y mi voz resonó en las cavidades
de las vastas alturas,
llamando sin cesar a las edades
presentes y futuras,
los siglos que vendrían…
Y en montón acudían,
ciñendo mi cabeza, a mi voz sola,
de indefinible y mágica aureola.
Vi las puertas del cielo
rodar sobre sus ejes de diamante
al sentirme pasar, y hollé, triunfante
en mi carrera el primoroso velo
de rosas y de flores,
que en mi color tiñeron sus colores:
con el rico tesoro
de mis hebras de oro,
su dulce lira fabricó el Parnaso;
el eco de mi voz fue la armonía,
y guirnaldas de nubes, a mi paso,
el coro de los ángeles tejía.
Y a los mundos bajé: vi las pasiones
y los vicios bullir, salir brotando
de mil generaciones
su fuego, en humo sin cesar tornando;
y en un punto radiante y luminoso,
que más que todos a mis pies brillaba,
vi un tropel de mortales, que afanoso,
con ciega y torpe y vacilante mano
entreabrir procuraba
de la ciencia el arcano,
de que tan sólo Dios tiene la llave,
y donde el hombre penetrar no sabe.
Vi los pueblos nacer; vi las ciudades
bordar de vida la desierta esfera,
y al soplo creador de las edades
elevarse fantásticas do quiera,
sus alas de color desenvolviendo,
y hacia mí sus palacios
y sus doradas cúpulas tendiendo.
Sobre un trono de perlas y topacios
vi también la virtud, célica y pura;
y miré con pavura
su manto de esplendor y poderío
deshecho por el hombre en mil girones
para ocultar el esqueleto frío
de las torpes y lánguidas pasiones.
Los pueblos y las razas que vinieron,
llenas de juventud, de fuego henchidas,
un tiempo por el orbe consumieron
su existencia quimérica, ignorada;
y luego confundidas
rodaron a la nada,
y otras razas después las sucedieron.
Y de ese torbellino impetüoso,
en que se agitan siempre las naciones,
vi cien héroes salir, en sus bridones
cruzar el mundo, recorrer la tierra
al ronco son de guerra,
y en la diestra el acero endurecido;
y les vi denodados,
roto en chispas el viento
al choque de la espada y al rugido
del tronante cañón, en un momento
los límites borrar de los estados.
Hubo un tiempo después, que una mirada
al dirigir fugaz de polo a polo,
tan sólo vi la nada…
¡Humo y tumbas tan sólo!…
Algunos pocos hombres, que empujaban
hacia el antro vacío
a los pesados siglos que pasaban;
y que después, con loco desvarío,
con entusiasmo fiero,
en triunfo conducían
al siglo venidero
en sus hombros robustos y esforzados,
e, insensatos, caían
bajo el enorme peso sepultados.
Mas vi también a algunos elevarse
con noble afán hacia el celeste velo,
y mirarme y temblar; les vi adornarse
de refulgentes galas,
y en las brillantes y preciosas alas
del arte y de la ciencia, alzarse al cielo,
derramar sobre el mundo la belleza,
y elevar victoriosos
sobre los otros hombres su cabeza;
y yo, que los vi ansiosos
de la gloria esplendente
que el talento inmortal siempre ambiciona,
para ceñir su frente
les arrojé un laurel de mi corona.
Vi los tronos alzarse, el orbe todo
sembrarse de monarcas opulentos;
más pronto derribarlos en el lodo
vi a las generaciones;
y luego a las naciones
miré esculpir sus sacrosantas leyes
en los rotos fragmentos
de las viejas estatuas de sus reyes.
Vi brotar religiones a millares
que en el fondo del tiempo se formaron,
y que luego en magníficos altares
los hombres adoraron
con fanatismo ciego;
y a la voz del Eterno
las vi yacer precipitadas luego
en miserable y torcedor infierno.
Con sus torres gigantes
vi elevarse los templos soberanos,
y plegarias y cánticos brillantes
lanzar desde su seno los humanos;
mas pronto vi también crecer la hiedra
en el ara olvidada,
escribiendo en el tiempo una arruinada,
pero terrible maldición de piedra.
Vi las falsas deidades
cruzar con la corona en la cabeza,
al pasar las edades;
llegó por fin de la verdad el día,
y abatí su grandeza,
y mostré su quimérica valía,
los altares rompiendo en mil pedazos;
y en seguida las vi contra mi trono
fulminar impotentes anatemas,
y extender hacia mí, con ciego encono,
los raquíticos brazos,
entre el polvo buscando sus diademas.
Hoy ya, por los espacios elevado,
donde tiendo mi vuelo,
del sempiterno Dios ante la alteza,
por los genios del orbe rodeado,
en las gasas del cielo
envolviendo mi fúlgida cabeza;
mientras los mundos a mis pies rodando,
empujados del tiempo, en sombra vana
cual tenues ilusiones van pasando,
esperaré a los mundos del mañana;
y en imperioso tono
sus leyes dictaré, desde el palacio
en que, oculto en los pliegues del espacio,
la diestra del Eterno alza mi trono.
Y si atrevido el hombre
quiere seguir mis huellas
y elevar hasta allá su pensamiento,
encontrará mi esclarecido nombre,
bordado con estrellas
en el límpido azul del firmamento.


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Poema El genio - José Martínez Monroy