Yo me dormía afilando un oído,
oído pequeño, certero, como era yo
entonces. Y entonces sabía
acceder a mi pulso
(cuántas horas de estudio
volviendo al hallazgo vendrían después).
El caso es sencillo:
me arrancaban del parque para blandas ceremonias
de baño, pijama y angelito sin tregua
de mi colchón. Y caía rendida
(no he vuelto a saber claudicar como entonces).
Pero el niño es sencillo:
la cama ofrecía su espejo,
yo me entregaba de bruces,
y en la sorda cadencia
de la sangre en mi oído,
yo veía una anciana,
subiendo una blanca, babel escalera,
una vieja, de negro,
trasunto del pulso,
subiendo peldaños,
yuntera, glacial, resignada,
uno tras otro, así hasta mi sueño,
uno tras otro y siempre uno;
a fuerza de noches, febril duración.
Tal era mi oscuro dominio,
tal mi crepúsculo alcance:
una condena irredenta pendiendo en mi oído.
(En verdad son los niños quienes saben
lo que buscan en la noche.)
Hoy apenas le arranco a la cama unas notas,
ese ruido tan triste de dos cuerpos
cuando se aman. De aquella mujer
nunca más supe.
En mañanas de invierno especialmente limpias,
cuando puede sentirse que la luz
no es gratuita,
me miro los pasos,
os veo los pasos,
me aterro,
común dirección.