[ Lisboa, 1986 ]
Aquí la eternidad es piedra herida,
Plata que se incendia en el crepúsculo.
Aquí la mano ociosa de algún dios
Trazó mudos destinos en la niebla.
Amo las tardes grises del otoño
Cuando barcos desnudos, sin memoria,
Se adentran en el alma.
Y dejan un perfume de salitre,
Y un estela amarga de sirenas.
Tus tardes, ciudad mía, los quebrados
Laberintos de costas infinitas.
El secreto de un mar inagotable,
O de mujer ahogada en tus pupilas.
Las gaviotas han dejado un eco
De cristal y de sombra. Un delicioso
Holocausto de besos en la orilla…
Eso que véis más lejos no son pájaros,
Es la caída oscura de los ángeles
A su espacio de fuego y de tristeza.