Amor, ya cada día es más otoño
sobre el mundo que nos aleja.
Cada tarde estoy más en mí, en tu imagen,
en mi secreta y suave hoguera.
Pero nuestras palabras, cuando vienen
milagrosas entre la niebla,
llegan mojadas de terror profético,
de miedo de ríos y aldeas.
No nos dejan hablar a solas, dentro
de nuestra complicidad tierna;
hay mucho ruido de locura y muerte,
el viento invade la voz nuestra.
Ay, sí; así: tendremos que aceptarlo,
ayudándonos la tarea
uno a otro como cuando empezábamos
la edad mayor de la obediencia.
Perdidos en el mundo, en los pequeños
Cristos que entre todos se llevan
la cruz, equivocándonos de espalda,
con el dolor de otro cualquiera.
Es el tiempo en que nuestro amor no debe
pensar qué será de él siquiera:
sólo dejarnos juntos, ofrecidos
sobre el altar común a ciegas.
– Aquí estamos, Señor -, nos enseñábamos
uno a otro a rezar: ya llega
tras los ensayos la hora de decirlo,
y qué distinto suena y quema.
Pero aunque a esta lección nos ayudemos,
buenos compañeros de escuela,
no borres los cuadernos que escribíamos
otras mañanas más serenas.
Al ponernos de pie bajo los cielos,
prestos a todo, muerte, ausencia,
que el orgullo no diga que fue vana
la más chica brizna de hierba.
Al mirar hacia atrás, como ya estamos
juntos los dos, no vemos nuestras
porciones; nos fundimos con las gentes,
por las raicillas, con la tierra.
Y así aprendo que nunca ha sido inútil
la más vulgar palabra ajena;
tanto vivir en masa, aunque festín
de la muerte sólo parezca.
Tú, amor, lo sabes bien; tus parpadeos
en la luz de Dios fijos quedan;
tu – sí – está resonando eternamente
tras la muralla de tiniebla.
Amor, amor, atiende bien, enséñame
mejor lo que te digo, que ésta
es la última lección del libro; luego
vivir, morir, lo que Dios quiera.