Hacemos el amor de una manera
imperfecta, mezquina y temerosa.
Nunca profundizamos. Nos quedamos
en la simple epidermis del instinto.
Y el placer obtenido se nos mezcla
con una sensación de desagrado.
Porque ponemos bridas al amor.
Levantamos barreras y frenamos
al llegar al umbral del punto límite.
Nunca lo trasponemos por cobardes.
Nos asusta ese paso hacia adelante.
Y miramos, cansados, al amor
entero, irrealizado, sobre el lecho.
Descontentos por no alcanzar la meta.
Como incendiar un bosque y que una lluvia
imprevista lo apague al poco rato.
Hacemos el amor como si fuera
un rito y por lo tanto usamos símbolos.
Sabemos el sentido de los gestos
y acciones que efectuamos al amarnos.
Morder y devorar, hender, herir…
Y gritos o gemidos alumbrándose.
Su significación es evidente.
Pero nos causa miedo. Y nos frustramos.
Habría que pasar de la parodia
al hecho y realizarnos plenamente.