Dicen que has muerto.
Yo sé que es mentira. ¡Yo sé que es mentira!
Tendido sí, inmóvil sí, sin mirada, e imperturbables nervios,
dueño de rientes comarcas de ultramundo.
En el ataúd dormías, escapados los pájaros de tu albedrío;
en tu mortual decoro había una
adormilada palpitación de vida.
Tu peso en mi hombro fue el de un delgado sueño,
y en el estéril silencio del cementerio
tu reposo es el ligero reposo de una sonrisa,
de ceniza nunca severo testimonio.
Sentirás crecer un poco los árboles, de tu savia;
sentirás empinarse un poco los montes, de tu tierra disgregada;
sentirás un poco la campana copiar tu voz,
pero no estás muerto.
Tu fértil presencia está en las cosas
que rodean mis límites ampliados,
ejemplo de mi tacto, resabio de mi rebeldía,
frontera de mí mismo,
apaciguado aniquilamiento.
Eres tú a mi lado, eres tú en la sombra,
eres tú en mi cabeza que duerme contra el día,
en mi corazón vagabundo,
en mi lágrima, en mi mano, en mi pena.
Eres tú mismo en el consejo florecido,
austero en la admonición, en el estímulo placentero,
venido de un planeta dulce,
protagonista de una leyenda no disfrutada,
por un ángel fortuito arrebatado.
No mueres, no morirás, no morirías,
no puedes morir:
te lo prohiben compromisos de dulzura,
deudas de enseñanza, deberes de amor.
Estás vigilante e inadvertido, con pausa de dominio imperceptible,
junto a lo que escribo, detrás de lo que sueño;
vas a decirme que me detenga ¿ lo ves?
a la trémula orilla del mal, del turbio engaño.
Pones una mano inmaterial sobre mi hombro
en que el cansancio cruza lanzas doblegadas,
y escuchas la anécdota que te cuento
en un lento clima de indulgencia sumergido.
Depones el prejuicio de tu ausencia,
te sacudes con mano exenta de extrañeza
fácil polvo de estrellas olvidado en tu frente,
y en el afán me otorgas vigorosa compañía.
Eres tú mismo,
irrefutable en sutil evidencia
pero rebelde al fallo de mis sentidos.
Si tú no fueras,
padre, ¿cómo latiría aún mi corazón?