Se olvidada al ciego, sentado
En un rincón de la tosca vivienda.
Sabía del mundo por los ávidos
Y minuciosos dedos que como algas
Andaban por las cosas; y por
Los encontronazos que no podía
Evitar su cayado; pero sobre todo
Por el leal oído, despierto
Aun cuando dormitaban los secos ojos.
Y los oídos le decían
Otra vez, otra vez, las ásperas
Palabras de los hombres
Cuyos pies se repetían taurinos, cuyas copas
De labrados metales entrechocaban,
Cuyas armas revolaban, pájaros enormes
Entre risotadas imperiales.
El vacilante ciego que había olvidado
El brillo de la espada y el color de la sangre,
Sentado en su rincón, quería
Habitar también esa vida
Que era la vida de los otros.
Y recordó los verdaderos imaginarios,
Otros para todos,
Aun para los impetuosos de la casa
Que fatigaban su laborioso oído.
Y suplicó a la arisca deidad
Que se los entregara vivos
A él, el arrinconado, el inútil.
Le musitó para comenzar: “Musa,
Canta del Peleida Aquiles la cólera…”.