Aquella impávida, bellísima harapienta que merodeaba por el mercado de
Sanlúcar, tenía que ser sin duda la última portadora aborigen del
talismán. Pues nunca podría ser aherrojada quien tan humildemente iba
ofreciendo la incorregible magnificencia de su vida. Fermentaban despacio
los zumos tórridos de las frutas y un dulce amago de miseria envolvía los
ambulantes puestos de la plaza. Pero ella atravesaba incólume la densidad
de los desperdicios: nada la hacía tan superviviente como el contacto con
lo perecedero. Junto a la edénica antigüedad del gran río, era la más
joven desterrada del mundo. Parecía escapar hacia ninguna parte, como
buscando esa otra forma de extravío que la conduciría al punto de partida.
También junto al gran río, lloraba la harapienta por un perdido reino.
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