Vine a verte, y dormías;
y dormías tan muda y mansamente,
que una rosa cerrada parecías.
Era la siesta. – La morisca frente,
sola en el patio, conturbaba apenas
la quietud de las anchas galerías,
de fresca sombra y de silencio llenas.
Las aves en sus jaulas; el ambiente,
embargado entre opacas celosías;
el perro fiel y el gato negligente
reposaban también… – Calma y pereza
era todo en redor… -¡Tan sólo el vuelo
del zumbador insecto recordaba
que el sol, en tanto, vívido lanzaba
mares de lumbre desde el alto cielo!
He dicho que dormías;
y dormías tan muda y mansamente,
que una rosa cerrada parecías.
Dormías… y, aunque amante desdeñado,
próximo alguna vez a aborrecerte,
(odio del sitiador hacia el sitiado,
que arguye amor al codiciado fuerte),
te admiré en aquel sueño sosegado…
sin desear que fuera el de la muerte.
Quizás más bien compadecí tu suerte,
y perdón te pedí de mis antojos…
-“¿Por qué (dije), por qué tan combatida?
“¿Culpa es acaso de su mansa vida
“inspirarme este amor que me da enojos?
“¿Es obra de sus ojos,
“o de los míos, mi mortal herida?-
“Y, si no es culpa suya el ser hermosa,
“y, a su pesar, a mí me encuentra feo,
“(arguyamos en prosa),
“¿Ha de dejar por mí de ser dichosa?
“¿Me ha de abrazar como al verdugo el reo?…
“¡No! ¡Nunca! -¡Duerme, pobrecita, duerme;
“pues, diga lo que quiera mi deseo,
“obligación no tienes de quererme!”
En esto un aye leve y fugitivo
lanzaste al modo de suspiro tierno,
y pareciome que tu pecho esquivo,
cándido y frío como helado invierno,
se entreabría al cariñoso rayo
que en ti fijaban mis amantes ojos,
como su cáliz de matices rojos
entreabre una rosa al sol de Mayo.
Lo que quiere decir que, aunque dormías,
dormías tan turbada y tiernamente,
que una rosa entreabierta parecías.
¿Qué soñabas? – Lo vi: de mis pesares
al cabo condolida,
imaginabas de pasión y gloria
la que te ofrezco venturosa vida.
Suspensa, enternecida,
amorosa… (perdóname), soñabas
estar en brazos del amor prendida…
y de temor y gratitud llorabas,
y mi nombre, gimiendo, pronunciabas.
-¡Ay! Aquel dulce, generoso llanto
cayó en mi corazón como el rocío
sobre el árida arena del desierto…
¡Nunca te he amado tanto!
¡Yo por aquellas lágrimas, bien mío,
mil veces con placer hubiera muerto!
– Por poco te despierto.
¡Ah! Nunca lo creyera,
y sé que exclamarás: “¡Quién lo diría!”
(yo hago justicia a tu virtud austera)…
mas tú por mí llorabas, vida mía,
y llanto de pasión tu llanto era.
Perdónale este agravio
a tu propia locura,
y dispénsame a mí si tal ventura
se atreve a pronunciar trémulo el labio…
Pero lo vi… Mi espíritu sin calma
era ya de tu espíritu un reflejo…
Toda mi alma se espació en tu alma,
y en ella viose como en claro espejo.
Consignado lo dejo:
quizás era una burla del destino
aquel falso espectáculo halagüeño…
Yo sé que todo sueño es desatino,
y el tuyo no pasó de ser un sueño…
Porque ello es que dormías
y dormías tan dulce y blandamente,
que ya una rosa abierta parecías.
La monótona fuente,
única voz de la callada siesta,
murmurando seguía
su cántiga modesta,
y, del toldo a la sombra,
con mil líquidas perlas recamaba
del verde césped la mullida alfombra.
Retratarte olvidaba.
Sobre un sofá dormías: una mano,
suave apoyo a tu cabeza daba,
y el otro brazo lánguido colgaba,
envidia siendo del cincel pagano.
– Vestías una bata de verano.-
Sobre tu frente pálida y serena
la aureola de oro
de un ángel tu cabello parecía:
tus mejillas de rosa y azucena
aún ostentaban del reciente lloro
dos perlas que la aurora envidiaría;
y el cándido tesoro
de tu inocencia púdica, que, aleve,
indiscreto cendal diera al olvido,
como palomas que el amor conmueve,
palpitaba al compás incierto y breve
de tu dichoso corazón dormido.
Tus puros labios, de caricias nido;
tus dientes, gotas límpidas de hielo;
tu lindo pie, soltando inadvertido
el árabe chapín de terciopelo,
todo era bello y tentador… y todo
me enajenó de modo…
que hubiera dado por tu amor la vida,
aun no siendo mi vida tan cuitada…
-¡Ay! ¡Tú, prenda adorada,
no te has visto dormida!
¡Nunca tan hechicera
me pareció tu angélica hermosura!
¡Nunca tan noble y celestial!… Y era
que el amor le prestaba su dulzura…
¡era que amabas por la vez primera!
¡Oh! ¡Tú me amabas, sí! Noches serenas
de soledad conmigo te fingías,
tardes de encanto y de misterio llenas,
y allá lejanos, bonancibles días
en que contarnos las pasadas penas.
Libres éramos ya como las aves,
libres como los céfiros suaves,
como las amapolas en los trigos…
y ni tutores ni parientes graves
eran fieros testigos,
de nuestras expansiones enemigos.
Ya podíamos vernos
en mis pupilas tú, yo en tus pupilas,
y ahogar suspiros con suspiros tiernos,
y luego en dulces pláticas tranquilas
pasar instantes de quietud eternos.
Y ya eran frutos las primeras flores;
o bien de nuestro amor nuevos cariños
brotaban cual capullos seductores;
o, por mejor decir, nuestros amores
se convertían en alegres niños…
Y a todo esto dormías,
y dormías tan quieta y hondamente,
que una rosa marchita parecías.
Tal soñaste… y en tanto
la tarde deslizándose había ido
por la triste pendiente
de la sombra, el silencio y el olvido.
Y su vuelo tupido
tendida ya la noche, y el ambiente
agitaba sus alas bienhechoras,
mientras que murmuraba más sonoras
sus quejas melancólicas la fuente.
– Entonces desperté. – Ya era de día.-
Tu sueño recordé… Mas ¿dónde estabas,
dónde, mi bien, que ya no te veía?
-¡Ay, desdichado! ¡Yo era el que dormía
y yo era el que soñaba que soñabas!