¡Cómo han envejecido
Tus manos!
¡Tus afiladas manos
De palidez ascética!
Tu rostro es todavía
Joven, Y tu cabeza
Altiva, aun no se ciñe
Su corona de plata.
Tus ojos claros saben
Penetrar en la hondura
Del alma que se esquiva;
Como dos estiletes
Luminosos de acero,
Penetran en las carnes.
Tu frente muestra arrugas
Pero son como surcos
Que aró tu pensamiento,
Para sembrar las flores
De la meditación.
Sólo tus pobres manos
Sarmentosas y exangües
Dicen toda la lucha
De tu vivir potente;
Hablan de los combates
Continuos en que, al cabo,
Venciste al enemigo
Cruel que hay en nosotros:
Al ansia sibarítica,
Que pide siempre goces,
A la ley del pecado
Que anida en las entrañas.
Tu rostro nunca supo
Gesticular. . . Inmóvil
Y claro como espejo,
Devolvía a la vida
Sus imágenes vanas,
Imperturbable siempre.
Leíase en tus ojos
La paz de la conciencia,
Conquistada por fin;
El perfecto equilibrio
Entre tu alma y el mundo.
¡Pero tus pobres manos
Sabían la verdad!
Ellas gesticulaban
En lugar de tu rostro,
Porque no se amenguase
La majestad augusta
De tu expresión serena…
No hay un dolor que en ellas
No haya quedado impreso.
Son libros de diez páginas
Rugosas y amarillas,
Cada una de las cuales
Narra muchas historias,
Cuenta muchos martirios.
¡Oh bien nutridas hojas!,
¡oh poema conciso,
Lleno de intimidades
Misteriosas y excelsas!
¡Pobres manos sagradas,
Fáciles al augurio,
Claras al quiromante!
¡Nobles manos verídicas,
Llenas de ingenuidad,
Que revelan tu diáfana
Y pródiga faena!
¡Quiero besar tus manos!
Quiero poner tu diestra
Sobre mi corazón.
Quiero apoyar su palma
Fría sobre mi frente:
Quizás me reconforte
Con su influjo potente;
Quizás por siempre corte
La fiebre de mi alma.