No temo el arraigo de la soledad
En el derrumbadero de las tardes,
Ni el desvalimiento de la cólera
Que destruye a traición nuestra esperanza,
Ni el agudo entrechocar de la erosión
En la conciencia alerta de mis huesos,
Sino tu eterna ausencia repentina,
Más grave y más amarga que la muerte.





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