Mi madre dijo “mañana va a haber viento”,
pero su mañana ya es hoy:
es más de media noche.
El viento hace de los follajes un mar que va y que viene
como el mar mismo.
Hay aves que están muriendo en su propio resguardo.
Algunas ramas se inclinan hasta el suelo y se quiebran
igual que algunos hombres muy cansados
vencidos finalmente por la culpa.
Mi madre también me ha dicho que hará frío,
pero desde hace varios días mis ojos son escarcha.
Ambos bebimos té y hablamos recordando
el sabor de los nísperos
y la lentitud de la miel al esparcirse sobre el pan.
Desde la habitación en donde estábamos
la ciudad cabía en el marco de una ventana,
era perfecta ahí como el cuerpo de una mujer amada
lo es en nosotros muchas veces.
“Mañana”, me repite y entonces quiero decirle y no lo hago,
que el tiempo es una invención tardía de los hombres,
que un instante también es un milenio
y un milenio un instante
y que nada hay más parecido al fin que el principio
que la nada de antes y la nada de después
es solo vacío
y que en medio flota una página en blanco
que alguien llena de palabras a veces banales
y otras veces terribles
y que lo que ella llama mañana ya es hoy en otro sitio
y ese sitio puede estar tan lejos o tan cerca como yo mismo
y que el tiempo es un manto que la eternidad ocupa para vestirse
en un intento inútil de poder comprenderse
porque la eternidad es invisible e incontable y quisiera medirse
e intenta inútilmente recrearse proveyéndose márgenes donde jamás se abarca.
“Mañana vendrá el frío”, me repite otra vez
y pienso, otra vez sin decírselo, que todo es tan sencillo
y que las estrellas son solamente estrellas:
Puntos de luz inertes a tan solo unos ojos cerrados de distancia,
y que el cielo es el cielo y la noche la noche y el viento solo viento
y que aunque ahora ya es mañana
resulta inevitable que todo mi presente
sea para mi madre su “después”.