Soy poeta rupestre y fruto tuyo.
Soy la piedra de mí, mi propia estatua
antes de ser tallada, el corazón
de mármol anterior a la cantera
del canto. Acuérdate
que la palabra canto significa
piedra y canción, orilla y alabanza.
Soy poeta rupestre y Roma es mi caverna
llena de ruinas, de restos de ruinas,
de gatos egipcios, de columnas rotas,
de higueras casuales, de templos de Mitra,
de ayer, de gaviotas, de pinos que tienen
el mar en sus copas, de frases de mármol
que nadie comprende.
Son piedras las palabras. Un poema
es horma, torre, tapia
sonora que desea ser saltada,
que alguien la salte y vea
que es la de un cementerio, que detrás
hay sólo tumbas, cruces entre ortigas,
cipreses y una lápida
con un nombre, dos fechas, una foto
y un epitafio cubierto de líquenes.
Soy poeta rupestre y lo que escribo
llevará siempre musgo y el misterio
de lo que callo. Sólo sé escribir
de aquello que no sé.
Escribo sobre el mármol de los días
mi memoria, las huellas de mis manos,
y tu voz sola, madre, que me dice:
“No siento haberte perdido
sino que nadie te encontrará nunca”.
Soy poeta rupestre. Sepultado
me adentro en mi caverna
y me cubro de indiferencia y líquenes
para parecer piedra cuando vuelvan
los trogloditas a su antiguo reino,
al vientre de la tierra, y no me vean
y me dejen en paz o, en todo caso,
que me tomen por piedra pensativa,
me pinten en el lomo un cazador,
un ciervo herido, un toro, la silueta
de una mano, me cojan y me pulan
y acabe siendo punta de una flecha
para clavarme dónde, dónde, madre.