Me hablaba
del cielo de Esmirna,
de las doradas cúpulas
que alumbra la tarde veneciana,
del aire perfumado y cómplice de ciertas
umbrosas callejuelas tunecinas, la belleza
inenarrable de Florencia,
y – cómo iba a faltar-
de ese cafetín donde en Lisboa
martirizaba los versos del Poeta…
Hay gente en ocasiones que deseas
que fuera un libro, para así
poder cerrarla con un sonoro y seco
golpe de la mano, sin marcar la página,
y deolverla luego para siempre
al lugar en que por derecho
corresponde:
los mustios anaqueles
de una rancia biblioteca.