En el corrillo aquel
hablábamos en voz queda,
iluminados por una lámpara
de las que usaba mi madre en primavera.
Desconocía yo
el ardid que se desplegaba
en las interminables horas llenas de palabras.
¡Buitres apoltronados,
esperando la muerte del otoño
para rasgar su cuerpo a picotazos!
Para consumirlo impíamente
en la esterilidad de un ocio
que abanicos de techo refrescaban
con sus brazos.
Yo quería romper las ataduras
con los cielos nublados y los valles remotos,
y exagerar el misterio de leyenda
que dejó la prosista
aquella noche de tormenta;
cuando estábamos nostálgicos
bebiendo té de hierbabuena.
No pudo ser,
el mundo estaba loco;
todos nos habíamos hospedado
en un manicomio.
De pronto; enmudecimos,
al escuchar afuera
el galope de una horda de caballos
¡Cuál si Atila viniera!
Se fue el dolor,
se fue la vida,
se fue la historia en el pañuelo de la tarde
que secaba el sudor de la prosista.