Ya no voy a callarme: sabés que soy un niño,
un niño muy anciano. Ayer fue que vi a un hombre
parado en una piedra que parecía un templo,
era un anciano hermoso de barbas sumergidas
en un llanto de nieve cayendo sobre un pecho.
Alzó una mano pura que sostenía un báculo,
dividió un mar terrible en dos mansos océanos
con un solo ademán. Más tarde me bendijo,
su poderosa mano se volvió una paloma
que se durmió en mi frente como un símbolo blanco.
Mi frente numerosa fue la frente de un pueblo
que repetía un nombre que no puedo nombrar.
Anduve por caminos que nadie ha caminado.
Tras de mí dos océanos se volvieron un mar.
Después he visto un rey que era solo un muchacho,
tenía el rostro diáfano del que nada padece,
en el combate estaba pero nada temía,
su adversario era un árbol que era también un hombre,
el rey alzó una honda y en la honda una piedra,
la piedra rayó el aire con frío luminoso
y hubo un árbol en llamas que cayó hasta sus pies,
muerto como los muertos que las tinieblas cubren.
Luego he visto mis pies sumergidos en brillo,
este brillo era un agua que anidaba en un cuenco,
unas manos ajenas los lavaban sin prisa,
purísima era el agua, suavísimas las manos,
tristísimo era el viento que a penas musitaba
lamentos que ignoraban su cualidad de música.
Luego esas mismas manos se abrieron en dos rumbos,
se volvieron las puntas doradas de unos brazos
tan grandes que abarcaban en su extensión al mundo,
y este hombre me miraba con ojos impasibles,
sus ojos parecían dos noches de diciembre,
oro negro que se hunde sin encontrar medida
en el cielo salobre de una estación sin término.
Y el hombre me miraba sin siquiera mirarme,
yo no sabía cómo, no pude comprenderlo,
no lo comprendo ahora miles de años más tarde.
Si me vieras los ojos verías sus pupilas:
su brillo que es más puro que la aurora más joven.
De esa época terrible nada es muy diferente,
aún sigo siendo un niño, un niño muy anciano,
cansado de este frío de luciérnagas vivas,
saturado del polvo que levita sin huellas,
huyendo del sonido de palabras vencidas
que no pueden juntarse sin hilar epitafios,
viendo viejas ciudades en las viejas ventanas
bajo estrellas que nadie supone que están muertas,
leyéndome en la frente los nombres del crepúsculo,
esos que si pronuncio no podría escucharlos,
un niño temeroso de sus brazos abiertos
y sus ojos abiertos y sus labios cerrados,
un polen aún fresco que acuna entre sus márgenes
esa miel invisible que te moja los labios.
Ya no puedo callarme: la prisa es una sombra
que me hace una silueta con cruces en los párpados:
un niño que camina por un bosque infinito
una noche muy fría, sin sandalias ni manto.
De El Día Interminable.