Bien sabe Dios que yo era un hombre solo
A quien la soledad heló las manos.
Dos manos sin razón de ser; dos manos
Que clamaban al cielo.
Con los dedos,
-arados de silencio – me iba abriendo
Paso franco en las calles de la noche
Por ver si hallaba luz.
Fue todo en vano:
Coseché errores, sombras, aire… ¡nada!
Y entonces comprendí. Miré mis manos
Y vi palmas vacías que tan sólo
Traspasaron el frío y las estrellas;
Vi senderos que sólo transitaron
Las lluvias y los pájaros primeros
Que vuelan el verano… ¡Estaba solo!
Y mis manos pesaban. Eran como
Dos peces muertos contra la corriente,
Como dos espantajos mal erguidos
En algún trigal huérfano de aves.
Tú sabes lo demás: llegaste un día
A decirme que no, que mis dos manos
Aún podían arder. Que me querías…
Luego sembraste, amiga, madrugadas
De amor
Entre dos surcos donde antaño
Se posaron los pájaros, las lluvias…
Mis manos se miraban en las tuyas,
-cuatro eslabones cálidos que unían
La cadena plural de nuestro amor-.
¡Era el tiempo de amar!
Luego te fuiste.
La soledad ha vuelto a helar mis manos
Amigas de la lluvia y de los pájaros.
¡Vivir es olvidar! Pero adivino
Tu voz entre las voces del silencio,
Y aunque el sol del verano funda el hielo,
Es un glaciar tu ausencia entre mis dedos.
¡Inolvidable olvido! Tú ya sabes
En qué planeta habita un hombre oscuro
Que reza con tu nombre, y necesita
Justificar sus manos con las tuyas!