¡Pobre galleguito, rubio y candoroso,
que a América vino sin ir a la escuela!
Tiene torpes andares de oso
y apacible mirar de gacela.
Su ademán es brusco, pero ¡qué sincero!
Su palabra es ruda, pero ¡qué leal!
Tiene el galleguito corpachón de acero
y alma de cristal.
¡Madera de santo, carne de héroe… pero
será “bodeguero”,
ganará dinero,
y hará capital.
Una vez nos vimos, y simpatizamos:
y en el “bar” humilde, muertos de calor,
charlamos, charlamos,
con los codos puestos sobre el mostrador.
Y pasan los días, y siempre le digo,
después de probar
mi vaso de “Láger”:
-Si ustged viera, amigo,
qué linda mi tierra; qué bueno mi hogar!
Y él me dice: – Señor, qué delicia
es sentarse a cuidar el rebaño
a la sombra de un viejo castaño
o a la vera de un río, en Galicia!
Y así vamos, el hombre y el niño,
viendo, viendo…: él, la sierra; yo, el valle;
su aldea, él; yo, mi calle;
yo, mi lago; él su Miño.
Y así enmudecemos, casi aletargados,
atisbando el recuerdo que vuela
por frente a mis ojos, negros y cansados,
por frente a sus grises ojos de gacela.
Lo que yo te digo, lo que tú me dices,
de mi hermosa tierra, de tu ancha campiña,
abre y emponzoña nuestras cicatrizes…
¡pobre galleguito, somos infelices!
¡Yo tengo nostalgia; tú tienes morriña!”