Imagínate ahora, esposa mía,
– tú, a quien mi alma reverente canto
en estos versos tímidos te envía,-
que, en tanta soledad y duelo tanto,
cuando más tenebroso mi camino
era y más triste mi ignorado llanto,
hubiese visto en el confín del cielo
alzarse blanca, pura, misteriosa,
la bienhechora luna tras un monte,
esclareciendo con su faz radiosa
la densa lobreguez de mi horizonte.
Imagínate el gozo con que viera
inundarse de luz la ingente esfera,
reaparecer el mundo ante mis ojos,
y en medio de los ásperos abrojos,
serpentear la senda ya perdida…
así como del alma agradecida
la emoción y contento
al verse acompañada y asistida
de la casta deidad del firmamento.
Idólatra o amante,
fijos mis ojos en aquel semblante
que una paz inmortal me prometía,
hubiérale sin duda abierto el alma,
diciéndole: “Pon fin a aquesta guerra,
“y apártame por siempre de la tierra,
“tú que del cielo vives en la calma.
“Llévame de este mundo y de esta vida
“a otro mundo mejor donde las flores
“no desparezcan en veloz huida
“al soplo de los vientos bramadores.
“¡Háblame de delicias inmortales;
“cuéntame las grandezas de esa altura;
“que vivos en mi alma los raudales
“aún están de la fe y de la ternura!”.
Tal hubiérale dicho yo a la Diosa,
al verla aparecer… Mas no era ella:
no fue la luna la deidad radiosa
que allí me apareció… -¡Cuánto más bella
y cándida y piadosa,
a mis ojos lució gentil doncella!…
– Pero mis labios sella
ese rubor que en tu mejilla casta
me suplica modesto que no siga…
No temas. – Yo también ¡oh dulce amiga!
tiemblo y bendigo y enmudezco… – Basta.