Nadie sabe de dónde Dios le vino ese color tan raro
Que iluminaba siempre sus pestañas
Y le daba a su rostro una viveza inusitada y limpia.
Corría, giraba, se enroscaba en las olas,
Se golpeaba contra los muros,
Y todos los días,
Con aquella constancia imperturbable y férrea
Que le caracterizaba, deshojaba gorgonias,
Lloraba entre las conchas,
Y preguntaba a los demás me quieres, no me quieres.
Luego se sumergía con fuertes coletazos
Cuando yo me acercaba – poco a poco –
A acariciar su lomo atormentado.
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