Me dejaste, madre, con una gangrena
desde el porvenir de nieve
y yo te maldije, aún buscándote.
No se hizo en mí sino una luz de lágrimas,
incluso encarnada – incluso anunciadora.
El huso sueña un muaré amenazante
sobre la carne ciega del degollador.
Canto frente a la ponzoña que no está.
¿Acaso un monstruo no apuñala
la vejez endurecida en la cama del niño?
Nupcias de vendedor de diamantes
donde antes callé a mi chinchilla amaestrada,
arde inmunda la guerra por los corredores.
¡A ver a la Virgen comiendo de su muerte!
Poseso agredido en medio del iris,
estalla la fiesta antes del principio.
¡Las nervaduras, las que amaste,
las teatreras cavando en un erial de moscas!
Tantas veces – al amanecer – dibujarás el límite
vuelto corpúsculo de humillación y usura.
Si aceptara sepultarme en el vacío de piedad,
¿qué ramificación de ofrendas
para un desierto en Namibia?
¿Cuándo el faisán de sangre
lamiendo en la lluvia vertedora del grito?
¿Pero quién me desclava esta música?
Banquete de telarañas, madre,
donde hiciste del velo una orgía de heridas.