Omnis qui se dubitatem intelligit, verum intelligit, et de hac re quam
intelligit certus est.*
Agustín, De vera religione, 39,73
Ensañada entre las cuerdas del abismo,
su boca absorbe lo que dejas.
Dice que han de incendiarse estos trigales
como antiguamente
la más turbia arena del fin.
¿Por qué la cara y el robo
de esa memoria entre los tréboles?
La verdad, lujuriosa madrastra, inventa
un desierto oscilante para escalar
la indecible vejez de la criatura.
Padre, lámeme las heridas.
Perro, lámeme las heridas.
Madre, lámeme las heridas.
Ya las manos son agua de sangre
de la noche de quien golpea harapos.
¿Y los ríos donde perder
el amarre de tus cercos de sombra
hacia el festejo de las pesadillas?
Dijiste que despertar era increíble,
entre jirones y metamorfosis.
Así extraviaste las piedras, los ríos de mármol
como cruces en el cuerpo de tus muertos.
Hubieras reclinado tu abandono
a los dientes del pájaro.
Era fácil caer, aun sin pronunciar tragedia.
Pálido doblez de un salto
que se anuncia en la noche
y sale por la alcantarilla.
Reparte sus juguetes en el funeral
de los amordazados al latido.
Invoca temblor y abre el muelle
del filoso en la ausencia.
Aplaudirían los siervos
la voz de aquel desconocido que se borra.
¿A lo lejos los desesperados,
los que sobrevienen en ataúdes concéntricos?
Son incompletos los trozos,
las bocas, el plañido, tus trofeos.
¡Qué testigos espían desde puertas lejanas,
esos astrólogos de ojos vaciados,
esparcidos entre el futuro de mis crías!
Me leían en el rayo.
Ellos bailaban.
¡Cuánto fin y comienzo
del hambre hasta la saciedad del baldío!
Risas como el suicidio de una marioneta.
Padre, perro, madre,
escalofrío de tu especie, sólo adentro,
¿por qué subes a la caliente mansión
con la leche perdida de una loba?
Apenas ardió
leíste en su rostro:
“Crucificado en la palabra.”