De sus valles cinturón

De sus valles cinturón,
de su riqueza blasón,
espejos de su atavío,
fertilizan a León
el Bernesga y el Torío.

Ambos sus anchos raudales
llevan hasta las entrañas
de bosques y matorrales
y hasta poblados charcales
de juncos y de espadañas.

Ambos marchan, corredores,
en esguinces invasores
por el bosque y la pradera,
arrastrando en su carrera
espinos, plantas y flores.

Por su curso lento e igual
cierto instinto fraternal
debe haber entre los dos,
y algún misterio fatal
en ellos esconde Dios.

Que a no haber algún misterio
velado a humano criterio
y a deleznable razón,
encontrara explicación
un caso que dan por serio.

Diz que es cosa de admirar
en toda villa y lugar
de estos ríos alredor
el rojo vivo color
que suele el agua llevar.

Y ello podrán ser consejas,
pero, al decir de las viejas
que lo han llegado a saber,
allí no quieren beber
asnos, ni vacas, ni ovejas.

Nadie en aguas tan impuras
se atreve un paño a lavar;
y no hay mozo aventurar
que eternice sus bravuras
tirándose allí a nadar.

Que hay quien dice, preocupado,
que el color ensangrentado
de las aguas de estos ríos,
es señal de que está airado
el Señor con los impíos.

Y hay quien se arriesga a jurar
que una noche – y nada arriesga –
vio sobre el Torío flotar
dos cadáveres al par,
y otros dos sobre el Bernesga.

Tal la gente lo pregona
que de sus verdes riberas
habita en toda la zona;
y cuando el pueblo lo abona,
el asunto va de veras.

Mas el pueblo no logró
sujetar a su criterio
las causas de lo que vio,
y el misterio que encontró
se ha quedado en el misterio.

Y ambos ríos continuaban
en su marcha natural,
y las gentes murmuraban
siempre que turbio miraban
su puro y limpio cristal.

Y era porque no sabían
que sobre un monte escarpado
en cuya falda vivían
y al que estos ríos tenían
en sus giros rodeado,

una legión de bandidos,
todos hombres mal nacidos,
tenían su centro allí,
a un capitán sometidos
que eligieron para sí.

***
Es una noche invernal,
noche tormentosa y negra;
no hay una estrella en el cielo
ni hay una luz en la tierra.
Braman los vientos con furia,
gimen los robles con pena,
cual si una planta satánica,
sobre sus copas sintieran.
Diríase que irritados
los elementos que pueblan
el espacio, sostenían
lid pavorosa y sangrienta,
tomando nuestro horizonte
por campo de la pelea.

Mas, para no entretenernos,
dígase lo que se quiera,
el caso es que roncos gritos
de amenazas y blasfemias,
súplicas y carcajadas,
voces de mando y protestas,
todo en medio de la noche
distintamente resuena
desde la cumbre del monte
que entre sus giros rodean
por una parte el Torío,
por otra parte el Bernesga.

Amarrados fuertemente
por las bridas y las riendas,
al abrigo de un pinar
varios trotones jadean.
En sus arrogantes crines,
que casi la tierra besan,
y en la noble gallardía
con que se alzan sus cabezas,
bien claramente pregonan,
si en su andar no lo dijeran,
que no hay una raza en potros
cual la raza cordobesa.
Por debajo de los flecos
de un caparazón que llevan,
sin duda con miramiento
de que el agua no les hiera,
lujoso jaez de brocado,
ricas monturas ostentan,
y cinchas de cuero fino
bordadas de lentejuelas.

A juzgar por sus relinchos
y por los surcos que dejan
señalados al herir
con sus cascos en la arena,
grandes deben ser sus bríos
y más grande la impaciencia
de ver llegar a sus dueños
y lanzarse a la carrera.
Mas en estas soledades
y a tal hora, ¿a quién esperan
los ricos potros oriundos
de las andaluzas vegas?
¿Por qué miran anhelantes
hacia el lugar donde suenan
súplicas y maldiciones,
carcajadas y anatemas?
¿Qué jornada les aguarda,
que ya sus crines se encrespan
al escuchar, de los ríos
que bajo sus plantas ruedan,
el estruendo pavoroso
en medio de la tormenta?

No es un misterio. – Al confín
del pinar y en la ladera
del monte, se alza una roca
cuya ennegrecida cresta
solamente es visitada
por el buitre y la cigüeña,
que en ella eternos habitan
colgando su nido en ella.
Al pie de esta roca, se abre
mal oculto entre malezas
Un abismo; de él pendiente
cuelga siempre una escalera,
y en su fondo, donde nunca
los rayos del sol penetran,
se divisa el arco rudo
de una gruta obscura y negra,
cuya boca está cegada
por una puerta de piedra
que gira a merced del brazo
del que por dentro la mueva.

Formidable es el terror
que inspira la mansión ésta:
la obscuridad, el silencio,
la fría humedad que hiela,
la estalactita que luce
en medio de las tinieblas
con la fosfórica ráfaga
del ambulón, amedrentan
el ánimo más valiente,
el corazón de más fuerza,
el valor más temerario.
Al umbral de esta caverna
destaca una galería
cóncava, oprimida, estrecha
y torcida, como el rastro
que deja en pos la culebra.
Un paso más, y el pavor
súbitamente se amengua,
muda el alma cautivada
por agradable sorpresa.

Es una estancia espaciosa;
de sus bóvedas de piedra
penden por rojos cordeles
tejidos de fuerte seda
cuatro lámparas, labradas
de figuras arabescas.
A su luz triste y opaca
y en derredor de una mesa,
donde de espléndida orgía
los pobres restos campean,
don Pedro Fuentencalada
sostiene viva polémica
con once sicarios suyos
de faz innoble y aviesa.
Todos visten buenas ropas
de las más vistosas telas
de Oriente, blancos tabardos
de lana fina, monteras
con airón de blanca pluma
y borceguí con espuela.
Todos, pendientes del cinto,
buídos puñales ostentan,
de plata los gavilanes;
que sólo don Pedro lleva,
como el de más jerarquía,
cumplido puñal de a tercia
con cruz de macizo oro
hecha de mano maestra,
y caja de piel de zorra
llena de rubíes y perlas.

Sentada junto a don Pedro
en un sitial de madera,
fijos los rasgados ojos
en el suelo, Magdalena
hace ademán para hablar;
mas no lo consigue apenas,
cuando surca sus mejillas
llanto que ocultar intenta
en vano, con una risa
terriblemente siniestra.
Cesa un momento; dirige
una mirada sedienta
a la metálica luna
en cuyo fondo contempla
su rostro del sol tostado
y exclama la triste:
-¡Vieja!
¡Don Pedro!… ¡Tenéis razón!
Vieja os parezco y debiera
creeros, porque mis lágrimas,
doquier que voy, no me dejan,
y las lágrimas marchitan
la juventud y la afean.
Mas… ¿por qué no me afrentasteis,
don Pedro, de esta manera,
cuando, perseguido, errante
os recogió en su vivienda,
partiendo con vos su pan
y los leños de su hoguera,
aquella pobre gitana
para vos entonces bella?
Sí; ¿por qué no me ultrajasteis
antes de que os conociera,
antes de que en vos fiara,
creyendo vuestras promesas?…
¡Ay de mí!, que si yo entonces
desdeñase vuestras tiernas
caricias, vuestros halagos,
vuestras frases lisonjeras;
si, cuando vos me decíais:
“Yo te amo, gitana pérfida,
ámame tú y a mi lado
serás feliz”, yo os dijera:
“Id en mal hora, don Pedro,
que soy libre en mi pobreza
y no quiero vuestro amor,
porque el amor me encadena.
Si, en fin, asiéndoos de un brazo,
de este brazo, en cuya arteria
hay sólo sangre cobarde,
porque hace un instante apenas
se alzó, amenazando osado
con un puñal mi existencia,
os arrojase a los pies
de las huestes portuguesas
que iban a voz de pregón
pidiendo vuestra cabeza,
y les gritare: -¡Ahí tenéis
lo que buscáis; la doncella
que tiembla, que palidece,
que llora en vuestra presencia,
es don Pedro, el arrogante
don Pedro, aquel cuya diestra
mandó con poca fortuna,
mas con intención certera,
al pecho de don Alfonso
de Portugal una flecha!…”
“¡Oh! ¡Entonces no me afrentarais
como hoy lo hacéis: en mi senda
de espinas, abandonada,
pero llevando doquiera!
Por compañía mi llanto
y el rigor de mi anatema,
fuera feliz sin amaros,
sin gozar de estas riquezas,
sin vuestros besos perjuros,
sin vuestras caricias pérfidas!”

Y esto diciendo, fijaba
su mirada Magdalena
en don Pedro, cuya faz,
roja por la ira colérica
que la indignación le imprime,
su alza imponente y severa.

Breve instante de silencio
sucedió, calma siniestra,
cual la que anuncia en el mar
el equinoccio que llega.

Luego, tendiendo don Pedro
su mano, ruda y enérgica,
dijo con la voz del trueno
cuando inflamado revienta:
– Maniatad a esta mujer
y una mordaza ponedla,
mis lebreles: ¡yo lo mando!;
sed prestos a la obediencia.-
Y como si estas palabras
anuncio de muerte fueran,
todos bajan al oírlas
abrumada la cabeza,
cual si el temor y el espanto
ocultar así quisieran
a los ojos de aquel monstruo
cuyos mandatos respetan.
– Obedeced prestamente,
o ¡vive Dios! que con vuestras
cabezas haga escarmiento
de gente traidora y perra.-
Y al reflejo mortecino
de las lámparas que cuelgan,
todos los rostros se cubren
de palidez cadavérica
y sólo el sollozo se oye
de la pobre Magdalena
que de rodillas demanda
a su tirano indulgencia.
-¡Don Pedro, don Pedro mío!
¿Tanto os afrentó mi lengua
que así mandáis que me traten
los que homenaje me prestan?
¡Amordazarme! ¿Y por qué?
¿Por qué, cuando a mi querella
dio margen vuestro desdén
y el rumor de vuestra ausencia?
¡Ved, don Pedro, lo que hacéis!
¡Ved que ya viva, ya muerta,
mi sombra con vos irá
por donde vaya la vuestra!
¡Ved que os adoro, don Pedro;
ved que mi fe no se quiebra
con befos ni con mordazas,
con aceros ni con flechas!
¡Ved que tengo de seguiros
hasta que me falte tierra
en que pisar, y es en vano
que os afanéis porque muera!…
Yo no he de morir, don Pedro;
no he de morir, porque vela
en mis entrañas el hijo
de vuestro amor y mi afrenta,
por el nombre de su padre
y por mi pobre existencia.-

Mas estas tristes palabras
en don Pedro no hacen mella
y sólo consiguen dar
a su coraje más fuerza;
y mientras, montando en cólera,
la mano a su cinto lleva,
muda la turba le mira
y estupefacta contempla
que de aquel drama sombrío
la catástrofe se acerca.

Entre tantos miserables
no se brinda uno siquiera
a ejecutar el mandato
que el capitán los ordena;
que todos, aunque villanos,
no tienen en su conciencia
remordimiento de ultraje
a una mujer indefensa,
y todos, antes de ser
cobardes, páranse y tiemblan.
Páranse, pero ¿qué importa?
Nada a don Pedro le arredra,
y siempre su brazo alcanza
donde su anhelo le lleva.
Don Pedro no se detiene
cuando concibe una idea,
y antes muere en la demanda
que renegar de su empresa.
-¡Cobardes! – dice rabioso
al ver que por vez primera
todos permanecen mudos
a sus órdenes perversas-.
Si sois tan viles que sólo
matáis al que os da su hacienda,
dejando desamparados
sus deudos y parentela,
volved el rostro, mezquinos;
¡que vuestros ojos no vean
morir a un ser que ya nada
puede esperar en la tierra!-
dijo – y alzando el puñal
a lo alto de su cabeza,
dos veces rasgó iracundo
el pecho de Magdalena…
Tenues gemidos de angustia,
entre gritos de sorpresa
y de terror resonaron
por las bóvedas de piedra,
repitiéndose sus ecos,
como un lúgubre anatema
por el dédalo que forma
la tortuosa vereda
obscura, cóncava y húmeda,
de la galería extensa,
hasta perderse en la boca
de aquel abismo, allá fuera.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Y mientras tanto, don Pedro
carga su víctima a cuestas;
atraviesa silencioso
la distancia que promedia
desde las negras entrañas
hasta el nivel de la tierra,
y apareciendo un instante
después encima la cresta
de la roca donde anida
la quejumbrosa cigüeña,
dice, mirando con risa
satánica a Magdalena:
– Por Dios que no cumplirás,
gitanilla, tu promesa;
si viva ha sido tu intento
lanzarte en pos de mi huella,
a fe que hacerlo no puedes
cuado te contemplo muerta.-

E irguiendo en brazos el cuerpo
de la egipcia, que chorrea
a borbotones la sangre
de las heridas que lleva,
lanzolo en medio al espacio
y rebotando en las breñas
rodó como una avalancha
hasta hundirse en el Bernesga.
***
– Ya estamos demás aquí –
exclamó Fuentencalada
al penetrar nuevamente
donde sus gentes le aguardan-.
La noche nos favorece
por lo obscura, camaradas;
los caballos nos esperan
y es muy larga la jornada.
En marcha, pues, mis lebreles;
que el plazo cumple mañana
y es fuerza no reposar
hasta llegar a Milmanda.-

Y la legión de bandidos
a quien don Pedro avasalla,
fiel a su voz imperiosa
abandonó aquella estancia.
Oyose a poco un relincho
y el estrépito que causan
doce potros al galope
que por la montaña bajan;
luego el ruido que producen
al atravesar las aguas
del Bernesga; luego un grito
penetrante, y luego nada
más que el son de la tormenta
y el trueno que ronco estalla,
a tiempo que del relámpago
a la luz intensa y cárdena
se mira una sombra que huye
vacilante, incierta y vaga,
por el camino que siguen
don Pedro Fuentencalada
y su gavilla, compuesta
de sus once camaradas.


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Poema De sus valles cinturón - Manuel Curros