De súbito, estalló la guerra. No sabía si era de día o de noche.
Nunca estuvo nada tan oscuro ni tan claro.
Hay un ruido tremendo en el horizonte y sube una estrella de diez pisos y se estrella.
Y vienen los guerreros a caballo o en cometa. Las cometas son rojas, amarillas y rosadas. Son rosadas o rayadas. En forma de lechuga y mariposa. Algunas no traen pasajero; pero igual, se apean, pavorosamente.
No sabemos qué hacer, y sacamos las trenzas falsas, los vestidos con lentejuelas y brillantes, de las guerras.
Los guerreros van por todas partes, giran en torno de la casa; con un hacha trozan las sandías. De cada una salta un chorro de rubíes y corales; cruzan el almácigo de calas; cada uno saca una y la usa cual teléfono; da órdenes que van lejos.
El abuelo vive, inmóvil, dicta leyes de otras guerras; pero, mi padre nada puede.
Los gallos, tremolantes, tiritantes, vuelan al revés, con la espalda para el suelo.
Y, al fin, todo pasa. Caballos al galope, raudos, se van rumbo al norte y rumbo al sur.
Sólo queda un aire de violines de la guerra.
Mamá, más allá, prepara té y leche.
La esperamos. En puntas de pie. Con los guerreros vestidos irisados.