Era una aldea triste,
Escéptica en el surco, pero ávida en el sueño;
Un opaco castillo medieval
Con parches y roturas se elevaba en el centro.
El templo estaba oscuro y olvidado,
Y si alguien iba al templo,
Cristalizaba con el llanto mustio
Las sílabas pequeñas de algún rezo.
Aldea descuidada
Por sus calles corría un aire enfermo,
Y las arrugas de esas calles
-lúgubres bocas masticando el miedo –
Hablaban de vejeces prematuras,
De húmedos llanos y de pozos secos.
Pero la fe no se apagaba,
Era algo así como un presentimiento
De que un ramo de estrellas estallando en la atmósfera
Se rebelara contra el turbio cielo.
Y aunque habían cruzado cien borrascas
Quebrando puertas, cercenando techos,
En las viviendas rotas hay
-paradójicamente – más claridad por dentro.
II
Hoy está una alcaldesa
-regalo azul del cielo –
Cambiando con brochazos de sonrisa
La pintura gastada del silencio.
(Ella nunca miró la hechura externa,
Sino algo más sublime y más adentro).
Y sigue… sigue… sigue
Poniendo parches, remendando huecos,
Empecinadamente,
Enfrentándole al reto de la vida otro reto,
Y firmando con dientes y con uñas
Un contrato de amor, que es más que un documento.
Por eso la alcaldesa
Más que una emperatriz y hasta más que un gobierno,
Es dueña concluyente
De aquella aldea y su palacio viejo:
Palacio joven de mi corazón
Rodeado por la aldea de mi cuerpo.