Oda
Ya torna la que, viéndose ultrajada
por enemigo bando,
de Valencia en las costas, irritada,
la corona abdicó de San Fernando.
¡Digna Reina del pueblo que, algún día
con su indomable tropa,
el mundo entero a prosternar salía
desde un rincón de la asombrada Europa!
Llegad por fin donde, en amor iguales,
ya os miran embebidos,
como signo de honor, vuestros parciales;
cual bandera de paz, vuestros vencidos.
Mostrad para vengaros dignamente
de pasados agravios,
señales de perdón en vuestra frente,
palabras de piedad en vuestros labios.
Los que hoy al “bendeciros” os admiran,
de vos “benditos” sean:
pues “¡madre!” os llaman cuantos hoy os miran
“¡hijos!” tan sólo vuestros ojos vean.
No piden sangre, no, las nobles almas
de muertos defensores;
el mártir de una Reina exige palmas;
el héroe de una dama exige flores.
Con harta gloria ha de contar su suerte
la venidera historia,
que si es, lidiar por vos, buscar la muerte,
morir por vos es alcanzar la gloria.
Y aunque vengar vuestra altivez quisiera
su inútil osadía,
¿qué existencia sus vidas redimiera,
ni cuál sangre su sangre expiaría?
A cuantos hoy con bárbaros enojos
conciten vuestra saña,
eternamente a sus voraces ojos
su lumbre les esquive el sol de España.
Sed, cual fueron en bélicas edades
los grandes corazones:
fuente de amor para manar bondades;
tumba inmortal para enterrar baldones.
Que no hay gloria en el mundo más cumplida
que ser, cual vos, Señora,
el genio del orgullo si vencida;
el ángel del perdón, si vencedora.