La tierra única heredera de mis premoniciones,
De mis días diáfanos, de la ceniza fúnebre del cuerpo.
Dejo al viento las ventanas flotando en ojos ajenos,
Los resortes de los asientos para que la noche recline
Los pliegues de las sombras circulares del insomnio.
Dejo las uñas largas del recuerdo
Y a Dios desbordando en el vacío de las almas.
Quedan, también, esquirlas de Heráclito
Y la mesa donde el corazón goteó sus esencias;
Queda la astilla de sed por Dulcinea
Y el mundo gigante de los Molinos de Viento.
Queda la luna, callada, reptando en el granito,
Las manos asediadas por el crepúsculo
Y el ojo sobre el labio de la arena.
También dejo la espera. Sólo la espera
Lloviendo cielos grises…
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