Oh vieja cosa dura, dura lanza, hueso impío, sombrío objeto
de árida y seca espuma; ola y nave, navío sin rumbo, derrumbado
y secreto como la fórmula del alquimista; velero sin piloto
por un mar de aguda soledad; barca para pasar al otro lado del mundo,
enfilados hacia el cielo praguense y las callejuelas
donde la muerte pisa charcos de la cerveza que no bebió Neruda:
hueso infinito para ponerse verde de envidia,
para no remediar nada – ni el silencio ni las alas oscuras y obscenas
de tus orejas;
para no ver siquiera la herida de tu boca
ni el incendio de allá arriba, donde tus ojos todo lo penetran
como otras naves, otras lanzas ardidas, otra amenaza;
para hipnotizar la espada de la melancolía
y acaso para descifrar el curso de aquel río de palacios
donde murieron los santos y las vírgenes agonizaron tañendo laúdes
de piedra;
para que pasen la novia y el féretro y Nezval resucite
en el corazón del follaje del cementerio judío;
para que el poeta te mire y se sonría ante el retrato de Dios;
para la locura – tu maxilar de duelo-, para la demencia total
y hasta para la humildad de nuestro lenguaje y su negra lucidez;
para morir eternamente de una tuberculosis dorada
y cabalgar las nubes y nombrar a los ángeles del exterminio
y clamar por los asesinos –otra vez allá arriba-,
por lo que quemaron a Juan Huss
y arrojaron sus cenizas a un ancho río de espinosa corriente.
Hueso de piedra, ojo derecho del carlino puente,
pirámide caída, demolida, muerta desde su muerte;
hueso para escribir cien veces Señor K Señor K Señor K
hasta la podredumbre de las estrellas y las ratas de los castillos
y la infamia de los jueces; hueso vivo, puntiagudo
como la raíz del alma, como la ciega aurora de tus cejas;
hueso para llegar de rodillas y aguardar amorosamente
la carcajada y la oración, la blasfemia y el perdón.
Nave, navío, barca y espuma para sudar de miedo
y escribir sobre la piel la palabra abismo,
la palabra epitafio, la palabra sacrificio
y la palabra sufrimiento.
y la palabra hacedor.