Aquella es la ventana.
Aquel el balcón. Y el nido
De paloma en el alero,
Seco ya. Casi un olvido.
Cuando ella llegó, mi casa
Perdió el matiz ambarino
De fotografía antigua
Que impregnaba el edificio.
Puso un búcaro con malvas
Que hizo el milagro sencillo
De concederle a la sala
Carácter de paraíso.
Después, volvió con un gato
Que era lo único amarillo
Que vagaba por la estancia
Con privilegios de niño.
Abrió el balcón que por meses
Estuvo cerrado y quiso
Colgar un reloj discreto
Que desgranaba el estío.
Su presencia se fue haciendo
Un hábito a mis sentidos
Hasta hacerse imprescindible
Para llenar mi vacío.
Una noche, en pleno invierno,
Pidió quedarse conmigo.
El silencio por respuesta
Confirmado por suspiros
Se resumió en un abrazo
Donde fundimos un mismo
Metal sediento de fuego
Sobre un trasfondo de frío.
A partir de aquel momento
Me acompañó y fue mi abrigo
Por las noches y la cura
Contra el tedio del domingo.
El año siguió mudando
De color hasta que el ciclo
De la vida echó su ancla
Sobre un otoño infinito.
Un atardecer lluvioso
Subí corriendo hasta el piso
Con una buena noticia.
El cuarto estaba vacío.
Ni sus cosas, ni una nota,
Sólo aquel gato amarillo
Agazapado en las sombras…
Y el olor de sus vestidos
Impregnando el aposento.
Como un presagio maldito,
Un golpe de sangre helada
Quebró mis cinco sentidos.
La llamé, primero débil.
Salí al balcón y dí un un grito…
Comprendí. Quebré con furia
El búcaro contra el piso.
Cerré los ojos y quise
Volver a verla en su sitio
Pero fue en vano. Al abrirlos
Se me encaraba el vacío.
Recogí una pocas cosas
Y salí tan abatido
Que ni volví la cabeza
Por orgullo malherido.
Aquella es la ventana.
Aquel el balcón. Yo el mismo.
Allí hay un gato que vaga
Desesperado, perdido.
Somos dos sombras que rondan
La entrada de un edificio
Para siempre… quizá en vano.
Solitarios y amarillos.