La más íntima herida es heredada.
El dónde, el cómo, el cuándo,
la muerte, el nacimiento,
lengua, familia, dios, época, amor:
lo decisivo de lo que nos pasa,
y los que somos,
no es algo deseado ni elegido.
Y pasamos la vida, sin embargo o por eso,
creyendo que el deseo es nuestro dios
y no una rosa rara que en nosotros cultiva
el azar
que nos guía, nos ciega y nos ignora.
Nadie ha elegido el mundo en que ha nacido.
Ni siquiera su nombre, su memoria.
Lo importante se impone, no se elige.
Y sin embargo somos seres libres
de escoger entre dar y destruir
lo que tenemos, desearlo, amarlo
más que a lo que no hay, luchar sin mundo,
aceptar lo que ocurre y trabajar
duro para que ocurra
lo que de todos modos va a ocurrir.
No hay más sabiduría ni remedio
que amar la vida más que su sentido
y dejarse llevar por las aguas salvajes
de estar aquí y así, con sed de irse,
de elegir lo que hay y, ay de nosotros,
ser quienes somos, pródigos, saber
que no tenemos más que lo que damos.
Llamamos libertad a esta tarea
minuciosa y secreta de bordar,
manchar, romper, lavar, tender, plegar,
guardar en el armario entre membrillos
sábanas heredadas de la abuela
que a su vez heredó de la suya, extraño ajuar
para esta soledad que me ha esposado.