Rodriguillo, juro cierto
que me pesa de hablar
porque no digan que es dar
lanzadas en moro muerto.
Pero en campo tan abierto
hasta los mudos obliga
a que, aunque por señas, diga
cada cual lo que sintiere;
y si diere y a quien diere,
San Pedro se la bendiga.
María de Sandalín
en Amberes te parió,
matrona que en Dios creyó
y en su fe como un rocín;
de su maestro Calvín
te dio en leche la doctrina,
y no es cosa peregrina
si un hijo mal enseñado
por los pasos que han andado
por esos mismos camina.
Padre no le confesabas,
ni fue tan buena tu madre
que se le conozca padre,
y así en Flandes le buscabas.
El de acá de las Aldabas,
siendo como no se olía
-¡oh, prudente!- resistía
haciendo al silencio escudo,
en el tiempo que cornudo
tu diligencia le hacía.
Cuantos te han conocido
se están haciendo mil cruces
de ver que, echado de bruces,
hayas tan alto subido;
aunque si es bien advertido,
no es negocio de primor
de pícaro ser señor
en poder y más poder,
porque, si es para caer,
cuanto más alto es peor.
Honrarse fue desatino,
y esa insignia colorada
había de ser naranjada
o de algún aliente sino;
en tu ambición te imagino
mirando al mundo allá abajo,
dando higas al trabajo
y ocasión a todas gentes
para admirar los oyentes
de un Marqués en estropajo.
Y siendo así, es caso llano
que tú y esotro monazo
andabais al venenazo
con todo el linaje humano,
que médico o cirujano
de vida muy prolongada
con papel y sin espada
dio tan mortales heridas,
pues que quitastes más vidas
que una peste moderada.
Cesen ya tus devaneos
y derriba, dando ejemplo,
las columnas de tu templo,
y mueran los filisteos;
cumple los justos deseos
del castellano león,
y si la reformación
por las glorias comienza,
al color de vergüenza
le vendrá su San Antón.
Adiós, título de viento,
caballero pegadizo,
quintaesencia del hechizo,
que hechiza el entendimiento;
haz luego tu testamento,
manda al Rey hacienda tanta,
al verdugo la garganta,
y por últimos despojos
el cuerpo a leña y manojos,
que así tu gloria se canta.