Se nublaron los cielos de tus ojos,
y como una paloma agonizante,
abatiste en mi pecho tu semblante
que tino el rosicler de los sonrojos.
Jardín de nardos y de mirtos rojos
era tu seno mórbido y fragante,
y al sucumbir, abriste palpitante
las puertas de marfil de tus hinojos.
Me diste generosa tus ardientes
labios, tu aguda lengua que cual fino
dardo vibraba en medio de tus dientes.
Y dócil, mustia, como débil hoja
que gime cuando pasa el torbellino,
gemiste de delicia y de congoja.
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