Decir adiós, cuando uno aún no es viejo,
es como oler un perfume de hierbas
por la mañana, antes de ir al trabajo.
El baño se convierte en una sierra
anticipadamente fatigada.
El frasco de perfume es el emblema
de la montaña con tufillo a tinta
y en el espejo aletea un nardo
con las alas pisadas por la lluvia.
En el lavabo se ahogan unos tordos
que no pueden soltarse la corbata.
Decir adiós, cuando uno aún tiene ganas
de seguir por ahí a ver qué ocurre,
es respirar un humo que enamora,
por más que el humo, cuando es augurio
feliz, siempre lo es a corto plazo.
Aspirar hasta dentro el humo ese
es zambullirse en un río de soles
y sacarse un pañuelo del bolsillo
y alzar la mano a un árbol ya maduro
y limpiarle a la fruta los venenos
ante el asombro de las mariposas
que estaban ya poniéndose mohínas
al presentir en ese gesto
la tristeza de toda despedida.
Decir adiós, cuando uno tiene amor,
es imposible, pues los pies se agarran
a unos brazos con piel de golondrina
y uno se pierde en esos ojos grandes
y se esconde en el cielo de la boca
y siente que le nacen mil raíces
tan pobladas de pájaros y pájaras
que quiere aquí quedarse para siempre.
Decir adiós, estando enamorado,
es algo falso que la sangre niega.
Por eso hoy que estoy bien afincado,
nada puedo decir para esta hora,
aunque presiento oscuramente que
si muero en casa y alguien me acompaña,
le haré esta simple súplica:
por favor, abre bien esa ventana.