(En la enfermedad de mi segundo hijo)
Sin brillo la mirada,
Bañado el rostro en palidez de muerte,
Casi extinta la vida, casi inerte,
Te miró con pavor el alma mía
Cuando a otros brazos entregué, aterrada,
Tu cuerpo que la fiebre consumía.
En ruego entonces sobre el suelo frío,
Y de angustia y dolor desfalleciente,
Aguardé de rodillas ¡oh, hijo mío!
Que descendiese el celestial rocío,
El agua bautismal, sobre tu frente.
Después, en mi regazo
Volví a tomarte, sin concierto, loca,
De cabezal sirviéndote mi brazo,
Mientras en fuego vivo
Se escapaba el aliento de tu boca;
Y allí cerca, con treguas de momentos,
El hombre de la ciencia, pensativo,
Espiaba de tu ser los movimientos.
Pasaron intranquilas
Horas solemnes de esperanza y duda ;
Latiendo el pecho con violencia ruda,
Erraban mis pupilas
De uno en otro semblante, sin sosiego,
Con delirio cercano a la demencia;
Y entre el temor y el ruego
Juzgaba, de mi duelo en los enojos,
Escrita tu sentencia
Hallar de los amigos en los ojos.
¡Oh, terrible ansiedad! ¡Dolor supremo
Que nunca a describir alcanzaría!
Al cabo, de esa angustia en el extremo,
Reanimando mi pecho en agonía,
Con voz sin nombre ahora
Que a pintar su expresión habrá que cuadre,
¡salvo! – dijo la ciencia triunfadora
¡salvo! – gritó mi corazón de madre.
¡Salvo, gran Dios! El hijo de mi vida,
Tras largo padecer, de angustia lleno,
Vástago tierno a quien la luz convida,
Salud respira en el materno seno.
Hermoso cual tus ángeles, sonríe
De mi llamado al cariñoso arrullo,
Y el alma contemplándole se engríe
De amor feliz y de inocente orgullo.
Por eso la mirada
Convierto al cielo, de mi bien testigo,
Y, de santa emoción arrebatada,
Tu nombre ensalzo y tu poder bendigo.