Alucinando los silencios míos,
al asombro de un cielo de extrañeza;
la flébil devoción de tu cabeza
aletargó los últimos desvíos.
Con violetas antiguas, los tardíos
perdones de tus ojos mi aspereza
mitigaron. Y entonces la tristeza
se alegró como un llanto de rocíos.
Una profética efluxión de miedos,
entre el menudo aprisco de tus dedos,
como un David, el piano interpretaba.
En tanto, desde el místico occidente,
la media luna, al ver que te besaba,
entró al jardín y se durmió en tu frente.
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