La niña a quien dijo el ángel
que estaba de gracia llena,
cuando de ser de Dios madre
le trujo tan altas nuevas,
ya le mira en un pesebre
llorando lágrimas tiernas,
que obligándose a ser hombre
también se obligó a sus penas.
“¿Qué tenéis, dulce Jesús?
-le dice la niña bella-,
¿tan presto sentís, mis ojos,
el dolor de mi pobreza?
Yo no tengo otros palacios
en que recibiros pueda,
sino mis brazos y pechos
que os regalan y sustentan.
No puedo más, amor mío,
porque si yo más pudiera
vos sabéis que vuestros cielos
envidiaran mi riqueza”.
El niño recién nacido
no mueve la pura lengua,
aunque es la sabiduría
de su eterno Padre inmensa,
mas revelándole el alma
de la Virgen la respuesta,
cubrió de sueño en sus brazos
blandamente sus estrellas.
Ella entonces, desatando
la voz regalada y tierna,
así tuvo a su armonía
la de los cielos suspensa:
Pues andáis en las palmas,
ángeles santos,
que se duerme mi niño,
tened los ramos.
Palmas de Belén
que mueven airados
los furiosos vientos
que suenan tanto:
no le hagáis ruido,
corred más paso,
que se duerme mi niño,
tened los ramos.
El niño divino,
que está cansado
de llorar en la tierra
por su descanso,
sosegar quiere un poco
del tierno llanto.
Que se duerme mi niño,
tened los ramos.
Rigurosos yelos
le están cercando;
ya veis que no tengo
con qué guardarlo.
Ángeles divinos
que vais volando,
que se duerme mi niño,
tened los ramos.