La culpada calló, mas habló el crimen…
Murió el anciano, y ella, la insensata,
Siguió quemando incienso en su locura,
De la torpeza ante las negras aras,
Hasta rodar en el profundo abismo,
Fiel a su mal, de su dolor esclava.
¡Ah! Cuando amaba el bien, ¿cómo así pudo
Hacer traición a su virtud sin mancha,
Malgastar las riquezas de su espíritu,
Vender su cuerpo, condenar su alma?
Es que en medio del vaso corrompido
Donde su sed ardiente se apagaba,
De un amor inmortal los leves átomos,
Sin mancharse, en la atmósfera flotaban.
Sedientas las arenas, en la playa
Sienten del sol los besos abrasados,
Y no lejos, las ondas, siempre frescas,
Ruedan pausadamente murmurando.
Pobres arenas, de mi suerte imagen:
No sé lo que me pasa al contemplaros,
Pues como yo sufrís, secas y mudas,
El suplicio sin término de Tántalo.
Pero ¿quién sabe…? Acaso luzca un día
En que, salvando misteriosos límites,
Avance el mar y hasta vosotras llegue
A apagar vuestra sed inextinguible.
¡Y quién sabe también si tras de tantos
Siglos de ansias y anhelos imposibles,
Saciará al fin su sed el alma ardiente
Donde beben su amor los serafines!