Alrededor escucho sordos ecos.
Los surcos en la arena del desierto
van quedándose atrás. Crecen por todas partes
los hierbajos agrestes, y a mi espalda crepita
el acérrimo viento de Judea
que arrastra la maleza y deshace las rocas
con silencio terrible. Mientras ando
crecen ante mis ojos llamaradas de imágenes,
abrazos, mar, sonrisas, años, lunas,
y me llena los labios un sabor:
la piel salada y nueva de mis hijos.
Observo cómo tiemblan las moribundas luces de la tarde
mientras cubre mi rostro la ceniza,
el polvo del que vengo.