Cuando veo el jardín lleno de flores nuevas,
amarillas y rojas,
creo que estoy viendo solo un jardín
pero en realidad estoy viendo la primavera misma,
pues cada flor es una emanación de otra cosa,
de un cuerpo invisible e inmenso que se tiende a dormir
cuando el tiempo deja en sus párpados, como besos furtivos,
innumerables dones.
De igual forma, cuando veo una mínima hoja deslizarse
a través de la fragilidad de un viento helado
que siempre es el mismo viento,
no presencio la danza milagrosa de una hoja que cae
sino el otoño mismo,
y aunque no vea su mano displicente moverse,
aunque no distinga a ambos lados de esa mano las líneas
de un destino igual trágico que hermoso,
esa mano está ahí.
Y cuando, inclinado, en la noche, busco unos labios
y estos labios inertes están allí,
los hallo, casi sin vida pero llenos de vida,
no es hermosura lo que busco,
ni siquiera dulzura
sino otra cosa muy distinta, algo parecido a la piedad
o bien piedad disfrazada de amor.
Y cuando escucho el murmullo de las mujeres beatas
salir de la iglesia y me parece
ese sonido
como el de las cigarras en los pinos altísimos
en las noches briosas de finales de marzo,
no son los sollozos de unas mujeres lo que escucho
ni tampoco dulces plegarias ataviadas con palabras muy breves,
sino un sonido único, tejido, el arrullo de Dios
que baja sin ser visto, como un ladrón que bajara en la noche,
y se aloja en sus almas sin que ellas lo sospechen…
y se aloja en mi alma.
Por ello,
aunque no lo comprenda de una forma absoluta,
cuando beso un pedazo de tierra,
por mínimo que sea,
no estoy besando un pedazo mínimo de tierra,
estoy besando el mundo.